No suelo ver mucho la tele. De hecho, ha habido muchas temporadas de mi vida en las que ni siquiera he tenido el aparato. Y tan a gusto. Total, en internet puedes elegir lo que quieres ver, y así sólo ves lo que realmente te apetece, y no la bazofia que toque para cenar. Tampoco es que vea nada en internet, pero al menos siempre está ahí la posibilidad.
No veo la tele mucho, y no es por nada. No es que vaya de antitele y antibasura. Es simplemente que normalmente suelo tener la cabeza en otra parte: estoy comiendo, y pensando en otra cosa, conduciendo, y pensando en otra cosa, caminando por la calle, y pensando en otra cosa. Creo que el mundo se puede caer a mis pies, que no me enteraría. Seguro que se me han atravesado no sé cuántos animales en la carretera y yo ni me he enterado. Porque es que dice el periódico que cada semana los animales provocan cuatro accidentes en Salamanca. Y mejor que no los haya visto, no te creas, porque si no seguro que me salgo de la carretera simplemente del susto que me pegan.
El caso es que me pongo a ver la tele, y al rato me doy cuenta de que ha pasado no sé cuánto programa, o no sé cuántas noticias, y yo he estado mirando pero sin ver nada. Entonces, claro, me aburro, y como me aburro, pues dejo de ver la tele (que, total, no la estaba viendo de todas maneras).
Y básicamente esa es la razón por la que no veo la tele: porque no me da la cabeza ni la capacidad de atención para estarla mirando mucho rato seguido. Recuerdo que cuando estudiaba en el internado me decía una compañera, qué capacidad de concentración, no te enteras de nada de lo de alrededor. Más bien se trata de que cuando hago una cosa, sólo puedo hacer esa cosa y no ninguna otra, de forma que ver la tele me exige una gran esfuerzo de atención.
Lo bueno es que así no me engancho a la basura aunque quiera. La primera vez que vemos un programa, todos nos damos cuenta de que es basura. Y lo vemos sin muchas ganas, un trocito quizá. Pero al día siguiente, vemos un trocito más largo, al tercer día nos lo tragamos entero, y a partir de ahí pasamos a necesitar nuestra dosis cotidiana de telebasura. Ya estamos perdidos, ya ni siquiera nos damos cuenta de la mierda que estamos viendo.
Afortunadamente, gracias a mi incapacidad para hacer dos cosas a la vez no me da la cabeza para llegar a engancharme a la telebasura. El no tener un sillón para ver la tele también contribuye. Si vas a ver la tele desde una silla, ya te piensas dos veces si la incomodidad de la postura va a merecer la pena.
Pero me gusta coger el programa de la tele y descubrir un programa que me interesa. Aunque normalmente ponen demasiado tarde los programas interesantes, a partir de las doce de la noche. O sea, que tampoco los veo. Sin embargo, ayer habían anunciado por la tele un programa que me atraía y que empezaba poco después de las diez de la noche. Y lo habían anunciado tantas veces, que hasta yo me había enterado. Seguramente muchos de vosotros también lo visteis, aunque quizá no lo disfrutásteis tanto como yo. Probablemente porque vosotros estáis acostumbrados a ver más programas interesantes. Es lo que tiene ver la tele: algo bueno caerá de vez en cuando.
Hablo de la miniserie sobre Adolfo Suárez. Me pareció un programa serio, correcto y comedido. No cae en el morbo en ningún momento ni me sentí manipulada. Obviamente contarán la historia como a los directores les parezca, pero a mí me dio la sensación de rigor y objetividad en los hechos que contaban. Y a mí lo que me parece más destacable de esta miniserie es precisamente los hechos que se cuentan.
Si hay una intención que asoma en la serie es la de mostrar esos hechos, la de darlos a conocer. Todo eso pasaba poco antes de mi nacimiento, y la generación anterior vivió esos hechos históricos en primera persona, sin darse ni siquiera cuenta, supongo, de la trascendencia del momento. Los de mi generación hemos oído hablar sobre lo que pasó durante la posguerra, en la transición, en los primeros años de democracia, con lo cual también conocemos la historia no como nos la presentan los libros de texto, inútil y caduca, sino como se nos cuenta la historia de nuestra familia, la historia personal de nuestros abuelos. Oímos esas historietas con cierto interés, estamos acostumbrados a convivir con referencias a ese pasado vivo y reciente, que como un present perfect del inglés sigue teniendo relevancia en nuestro presente.
Pero a pesar del cierto interés con el que escuchamos y las referencias frecuentes al pasado (una anécdota que se recuerda, un objeto antiguo, una vieja tía segunda que nos encontramos por la calle, una pregunta distraída, "y quién era esa, papá") cuando mueren nuestros abuelos se llevan sus historias -su historia- con ellos. Y también un buen trozo de la nuestra. Un día habría que apuntar todas estas cosas para que no se nos olvidaran, nos decimos al escuchar una anécdota. Pero por supuesto nunca llegamos a anotarlas, y un día nos encontramos con que simplemente se han borrado de nuestra memoria. Y seguimos viviendo como si nunca hubiera habido un pasado, como si nuestros mayores nunca hubieran sido jóvenes que empezaban una vida, que luchaban por encontrar su sitio, y que haciéndolo escribían la historia de todos. Seguimos viviendo como si nunca fuéramos a convertirnos nosotros mismos en unos viejos con un puñado de sueños y de vivencias gastadas que la tierra árida rechazará una vez más como semillas huecas.
Leo en la crítica de El Mundo que el producto televisivo de Adolfo Suárez peca de ser excesivamente didáctico. Pero quizá por ello yo lo disfruté, porque me permitió no solo colocar los hechos en una sucesión lineal y coherente, adquiriendo así las imágenes inconexas sentido, sino sobre todo porque abre una ventana a los valores del pasado. Es difícil definir la época presente: podemos retrotraernos a los años 60, 70 o 90, y una serie de acontecimientos, de modas y de actitudes nos vienen a la cabeza. ¿Pero cómo identificar la época actual? Quizá sólo por comparación con las pasadas. Podemos llegar a la conclusión de lo que nuestro tiempo no es: no es un coche 600, ni pantalones campana, ni la moda glam, ni fiebre del sábado noche.
Y ayer, cuando veía la serie, sentía una brisa de tiempos pasados que ya ha dejado de soplar, si acaso apenas la sentimos como el olor a naftalina al abrir un armario lleno de trastos inservibles. Deben de ser los años, el hecho de que cada vez me alejo más de la infancia, ya ni siquiera mi juventud es fresca ni nueva. Son otros los que me han sustituido en la inocencia primero y en las turbulencias después. Y entonces, alejada de mis primeros años, me doy cuenta de que yo llegué a ver atisbos de un pasado del que ya no queda nada, un pasado cuyo olor no conocerán las nuevas generaciones. Desapareció otra generación, y una visión del mundo con ella. El olor de las habitaciones de nuestros abuelos, sus palabras veladas, la mirada de sus ojos gastados. Incapaces de entender sus desvelos, nos limitamos a echar sobre el pasado paladas no sólo de olvido, sino muchas veces de confusión. Y en el guirigay que creamos, no somos capaces de entendernos unos a otros ni de reconocernos a nosotros mismos.
Adolfo Suárez: un tipo con la dignidad que dan los valores, con el carisma de la vehemencia y con la elegancia del autocontrol. No sé si la política española, o si la sociedad en general, da ahora mismo para personajes así, para ciudadadanos así. No sé si hemos dejado sitio para la excelencia y para la admiración por aquellos que la logran, no sé si es más difícil ahora encontrar modelos de comportamiento a los que imitar (quizá no disponemos nada más que de "modelos", anoréxicos en su mayoría), quizá la lucha por el bien común se ha diluido en la carrera por adquirir (y ni eso, con que nos den el crédito es suficiente) las mayores comodidades individuales.
No entiendo la fama o la riqueza por sí mismas. El dinero y la popularidad deberían estar al servicio de algo. Uno no es rico para tener un yate ni comodidades materiales, sino para alcanzar un trampolín que le permita estirar su potencial lo máximo posible. Adolfo Suárez empezó desde abajo, haciendo diferentes trabajos como vender enciclopedias o limpiar cristales que le permitieran ayudar a su madre. Tenía un plan de vida, y utilizó sus mejores años para cumplir sus objetivos: estudiar primero, entrar en política después. Consiguió un patrimonio, pero eso fue una consecuencia y no el fin de su trabajo. La dignidad y el saber estar los traía de su infancia en un frio piso de Ávila con las ventanas desvencijadas. Y eso fue lo que, junto a su mujer, transmitió a sus hijos. Todos creían que la lucha de su padre, de su esposo, estaba al servicio de algo que trascendía a la familia y que sin embargo les engrandecía a todos.
Dice Alberto Rey en El Mundo que debido a la intención didáctica la serie se queda simplemente en digna, sin llegar a convertirse en una serie memorable, pues las escenas resultan demasiado claras y comprensibles. Bueno, pues no se convertirá en una serie de culto, pero si yo fuera profesor de historia la serie, junto con el documental sobre la vida de Adolfo Suárez que pusieron a continuación (y que incluía declaraciones muy sinceras del ex-presidente), sería de visionado obligatorio en clase.
Concluye el crítico televisivo:
Con sus defectos y virtudes, Adolfo Suárez, el Presidente es un producto televisivo más que digno. Como crítico de televisión, me conformo de sobra con eso.
Como espectadora, a mí también me parece que no es poco, que es bastante que la tele presente producciones como esta de vez en cuando, que es suficiente con que a veces el pasado nos lleve de la mano y nos acompañe por la senda del presente. Escribía hace unos días Antonio Garrigues en El ABC:
El sistema democrático se perjudica y se deteriora si la imagen de los políticos y los partidos políticos se relaciona -y eso es lo que está sucediendo- con la corrupción, la falta de principios, el tacticismo, la ineficacia, la doble moral y otros males.
Y sigue explicando el articulista:
Se debe de añadir de inmediato, e incluso asegurar, -yo lo aseguro- que esta imagen no corresponde a la realidad, que la situación, aún siendo negativa, no es ni mucho menos tan desoladora, pero entonces habrá que hacer algo, y habrá que hacerlo pronto y bien, para que la sociedad comprenda con toda claridad el papel necesario e institucional del estamento político en un régimen democrático.
Con series como la de ayer, el valor del trabajo político se hace evidente, y la necesidad de aunar esfuerzos por el bien común parece necesaria. Pero sobre todo la excelencia política y la lucha por el bien común se antojan posibles.
Sin embargo, es responsabilidad de todos, no sólo de los políticos, el contribuir a un clima social en el que estos valores encuentren caldo de cultivo, en el que todos tendamos a esos ideales, y así sea más fácil exigirlos, y lograrlos.
De lo contrario, yo no veo el panorama muy halagüeño. Parece que todo el mundo grita, va a lo suyo, nos enzarzamos en pequeñas luchas que nos dividen y con cada tema de discusión parece que se aproxima el fin del mundo. Estamos llegando a un punto en el que por lo visto todo el mundo tiene que pensar igual, pues de lo contrario no es posible el entendimiento.
Concluye Garrigues (y yo no podría estar más de acuerdo):
La sociedad en su conjunto se ha ido radicalizando de una forma inquietante. A veces se tiene la sensación de que estamos regresando a la más vieja y antigua hemiplejia derecha/ izquierda, con toda su intensidad demagógica, con expresiones cada vez más frecuente de odio visceral y un componente religioso a flor de piel. Hemos olvidado, una vez más, que la democracia es un sistema cuyo objetivo básico es el de facilitar la convivencia, no en el acuerdo, que sería cosa de poco mérito, sino justamente en el desacuerdo, -que es lo que suele haber- y esa convivencia es precisamente fruto de un diálogo en el que hay que aceptar, como principio rector que no podemos tener -porque nunca se puede tener- toda la razón y que siempre se pueden buscar soluciones aceptables o, como mínimo, tolerables para todos.
Que cada uno piense como quiera, y que todos podamos vivir en paz. Me contabas el otro día que el cantante de Huecco era muy de izquierdas, y que contaba que su mejor amigo era absolutamente de derechas. Y te repito lo que te comenté el otro día: lo de esos dos tipos es para...
...quitarse el sombrero.