lunes, 9 de marzo de 2015

La jaula de la más terrible barbarie

Me despierto con unas fotografías que alguien ha catalogado como terribles. Califica a los perpetradores de los hechos con los peores epítetos (y aún se queda corto ese alguien en su intento de desahogo), y dice no ser capaz de quitarse esas imágenes de la cabeza. Entonces miro las instantáneas de refilón: no puedo dejar de llorar desde entonces.

Leo al pie de las fotos que decapitan a mujeres y niños por motivos religiosos. Una primera fotografía de un adulto que corre llevando en brazos a un niño de dos años ensangrentado. Y al lado la imagen de lo que nunca podrá tener explicación: un grupo de diez o doce niños encerrados en una jaula de su tamaño. De pie, quietos, inmóviles. ¿Quién podría quitarse esa imagen de la cabeza? ¿Cómo hacemos para mandarla a un rincón de nuestras vidas donde el mundo pueda seguir adelante?

Porque el mundo sigue adelante. En Oriente y en Occidente. Con las mismas luchas de poder, con el mismo afán de domininio, con idénticos individualismo y egoísmo. Aquí no tenemos luchas de religión: ese servicio ya nos lo rinde el nuevo dios del capitalismo. Aquí adoramos a la felicidad, la vendemos en papel de celofán, y no estamos dispuestos a reconocer que en realidad estamos hablando de mercantilismo (claro, porque entonces ya no tendríamos negocio, sociedad ni dios).

A mí me parece que de alguna manera tiene que haber una conexión entre nuestros valores trastocados y los niños en su jaula. Que no es solo cosa de unos locos fanáticos, sino el resultado del caldo de cultivo en el que todos estamos anegados y al que contribuimos. ¿Cómo si no podría tener lugar una barbaridad de tanta magnitud?

Nuestra manera de pensar y actuar crea jaulas todos los días: la más bestial la de esos niños lejanos que a muchos no se nos podrán quitar de la cabeza. Golpea la realidad y sus efectos a los más pequeños, a los más confiados, a los más inocentes, destrozándoles a ellos y al mundo para siempre. Pero a ellos, sobre todo a ellos. Lo que ha ocurrido ya no tiene remedio; y seguramente podrá ser, y ya lo sea, peor todavía.

Me quedo con la imagen del adulto corriendo con el niño en brazos. ¿Huirá, pedirá ayuda? ¿La encontrará, habrá esperanza para ellos? ¿Qué esperanza queda para nosotros? No nos explicamos cómo es posible que esto suceda, y sin embargo sucede delante de nuestras narices. O, más exactamente: detrás. Porque no miramos, no estamos mirando, incluso cuando parecemos ver. 

En lo alto de la Peña de Francia, donde el universo siempre habla, leíamos ayer cómo Jesús expulsó a los mercaderes del templo. En eso se había convertido la religión, y en eso se ha convertido nuestra sociedad de dioses paganos. No hay diferencia entre la lucha de las religiones en Oriente y las luchas por la primacía económica de Occidente. 

El mercantilismo nos enjaula a todos cada día vendiéndonos libertad en forma de palomas de la paz. Palomas que, claro está, compramos, buscando el sentido y la salvación. Si no fuera así, si nuestros valores fueran distintos, ¿no creéis que podríamos llegar a liberar a todos los niños de sus jaulas? Pero, sin embargo, tantos niños siguen sufriendo y muriendo a cada palabra que tecleo. Los que sobrevivan quedarán dañados para siempre, y el mundo con ellos.

No creo que haya solución. Admiro a los misioneros que no pretenden cambiar el mundo, a los que no les importa lo mal que parece estar todo, los que no pierden el tiempo tratando de econtrar explicaciones; los que miran de frente, y no de refilón como yo, a las realidades más duras. Los que simplemente acuden a la herida para taponarla, y mantienen incólumes la esperanza y la fe en el hombre a pesar de saber que nada podrá cambiar. Y es por esa misma certeza de saber que todo seguirá igual, pero que aún así merece la pena, por lo que su trabajo, más allá de las hemorragias que a veces logran contener, nos regenera a todos.

¿Qué hacer hoy, qué hacer ahora? Ante todo escribir, pararse y escribir, pensar cómo todo puede encajar y cómo seguir hacia adelante enfrentando las lágrimas que las imágenes, ya imborrables, provocan. Es el trabajo callado, los gestos de amor invisibles, la fe inamovible los que pueden salvarnos. Coge a tu niño en brazos y huye de los vendedores de humo, de la trampa del mercantilismo donde todo tiene un precio, de la lucha de egos, de los envoltorios vacíos, de los cadáveres olvidados en las cunetas del camino.

Hoy puedes trabajar por ti y por los demás, hoy puedes dar sin buscar nada a cambio, hoy puedes ser sin esperar reconocimiento ajeno, hoy puedes elegir amarte y amar al mundo (hoy, precisamente hoy, que necesita ser más amado que nunca). Hoy puedes coger a tu niño, abrir la puerta y lanzarlo a la libertad. Podemos elegir dejar de protegernos de la barbarie, de las lágrimas, del sinsentido. Elegir no luchar, no nadar a contracorriente, cerrar los oídos a los mercaderes de felicidad, al ego y al individualismo; a todo lo que nos mide por los valores que solo se ven desde el exterior y que acaban por convertirse en moneda de cambio.

Hoy, más que nunca, no tenemos más elección que mirar hacia dentro y salir para afuera. Saber que somos, que sentimos, que queremos y que amamos superando los marcos que los dioses paganos tratan de imponernos. Que podemos salir de nuestra jaula, y ayudar a otros haciéndolo, y que otros nos ayudan a nosotros. 

Aunque esos diez o doce niños que permanecen quietos e inmóviles en la imagen queden ya atrapados para siempre, en su jaula y en nuestra memoria.


lunes, 2 de marzo de 2015

PEQUEÑO MAMUT

En una pequeña cueva vivía Pequeño Mamut. Como a todo mamut, su madre le había enseñado a hibernar durante once meses al año, para poder crecer así fuerte y sano. Solo al mes doce, coincidiendo con el brotar de la primavera, podrían salir los mamuts fuera para buscar más comida que les permitiera afrontar el duro y largo invierno. Es bien sabido que los mamuts habitan en zonas gélidas donde el invierno se extiende durante once interminables meses. Después, tras las cuatro semanas de primavera, todos los mamuts regresan a sus cuevas.

Pequeño Mamut se aburría mucho dentro de su cueva. Para pasar el tiempo pintaba historias en las paredes. Su madre abría el ojo y le regañaba: “Pequeño Mamut, ponte ahora mismo a dormir que tienes que crecer sano y fuerte”. Pequeño Mamut se echaba la manta de hojas por encima, pero al rato se aburría y se ponía de nuevo a contar historias en las paredes. Esperaba fervientemente que volviera esa primavera de la que todos hablaban y que él, por ser aún muy joven, no había conocido nunca.

¿Qué criaturas habitarían ahí fuera? ¿Esos animales a los que llaman pájaros? Entonces quizá podría escuchar sus cantos y contarles él sus historias, esas que ahora estaban en la pared sin que ningún mamut les prestara atención, más que para reñirle por pintar en vez de dormir y por emborronar las paredes. “¿Serán los pájaros amigos míos? ¿Les gustarán mis historias? ¿Podré contarles mis cuentos?” Pequeño Mamut se moría de ganas de poder salir de aquella cueva oscura y aburrida donde todos dormían y nadie le hacía caso.

Poco a poco comenzó a llegar la primavera y a sentirse su aroma embriagador desde la cueva. Entonces, Pequeño Mamut dejó de pintar en las paredes. Su madre estaba contentísima: “Este niño que bien me duerme, y cada día está más gordo y fuerte”. Cuando explotó la primavera, la madre entusiasmada fue a llamar a Pequeño Mamut, pensando en lo feliz que este se pondría. Pero Pequeño Mamut dormía tan profundamente que la madre no logró despertarlo.

“Pequeño Mamut, Pequeño Mamut, despierta”. Pero Pequeño Mamut no abría el ojo. Entonces su padre se acordó de cómo en cierta ocasión habían despertado a una cría de marmota que dormía tanto que a punto estuvo de perderse la primavera. Y fue a por un cubo de agua al riachuelo cercano, que ya corría deshelado. En la pradera, el resto de pequeños mamuts ya jugaban y brincaban y retozaban en la hierba. “Pequeño Mamut, te voy a tirar este cubo de agua por encima como no te levantes”.

Al oír estas palabras, Pequeño Mamut saltó de su cama de hojas sin ni siquiera pensarlo. “Jo, papá, qué fastidioso eres”, dijo. Y se fue a la calle. La hierba era de un verde fresco y limpio que él no había contemplado jamás, acostumbrado como estaba a la vegetación húmeda de la cueva. Ahora era tierna, intensa, rozagante.

Por las noches, Pequeño Mamut no dormía: visitaba a las aves nocturnas, escuchaba sus historias y le contaba las suyas. Por el día, acompañaba a su familia a cazar, se bañaba en el río, retozaba en la hierba y jugaba con los otros pequeños mamuts.

Cuando la primavera llegó a su fin, todos los mamuts tomaron sus pesadas presas cazadas y regresaron a sus cuevas. Pero ¿sabéis qué? Nuestro Pequeño Mamut había aprendido con sus amigas las aves nocturnas a cazar por la noche, y por el día contaba cuentos entre el cobijo de los árboles a todos los animales que acudían a escucharle. Se corrió la voz de que Pequeño Mamut contaba historias nunca antes oídas y venían por cientos a escucharle de más de ocho leguas a la redonda.


Y cada primavera, cuando los mamuts abandonan por un tiempo la cueva, su familia y amigos se sienten orgullosos del pequeño mamut que se quedó en el bosque contando historias, y que cada día crece más grande y fuerte. 

Curso Cuentos para crecer y hacer crecer
La Casa del Lector 28/03/2015