jueves, 23 de octubre de 2014

La fragilidad fuerte del acero

Lanzar botellas con mensaje al incierto mar con la esperanza de que un día vuelvan a mí, las encuentre, y de paso tú y yo volvamos a vernos, al otro lado del océano. Ah, estoy feliz en la orilla, y creo que estoy empezando a amar la tierra en la que asiento los pies y lo que veo desde aquí, aunque las encinas y mi campo querido queden aún un poco lejos. Se pasa el tiempo rápido, me digo que todo esto va a pasar muy rápido, y que aún así debo instalarme, asirme con fuerza y vivir como si esto también fuera a ser para siempre. Tiempo para pensar y no pensar, para no hacer nada y hacer lo que se quiera, para ser y para permitirse no ser. No soy. No estoy. ¡Cucutrás! Aquí aparezco, y soy más y mejor que nunca, y lucho para estar, sentir y ver donde, como y lo que siempre he sido. Un yo maravilloso, dulce e inteligente, reflexivo y entusiasta, dinámico y calmado, profundo y personal, activo y arrollador. Un yo que encierro en una botella y tiro al mar. Para que un día la botella regrese a mí y desde la orilla y entre las olas lea el mensaje que de vuelta me hable de la fortaleza de mi fragilidad, de la vida que siempre fue desde el corazón. Un día, cuando haya avanzado en el camino tortuoso que ahora inicio hacia el entendimiento y el perdón. Ese día quizá acabes por comprender que mi naturaleza es la del acero que refulge bajo la luz. 

Naturaleza de acero, maleable, elástico y tenaz, esto es, con resistencia a la fractura; duro o resistente a la penetración superficial, al que puede dar forma tanto lo frío como caliente; material de alta disponibilidad, para la vida, para vosotros, para ti. Cierto es que entre sus desventajas se encuentra la corrosión, por lo que es necesario recubrirlo con protecciones, así como que en caso de incendio el calor se propaga rápidamente, de lo que existen sobradas muestras. Mis recubrimientos aislantes para compensar este hecho son harto conocidos: unos cuantos libros, las encinas de El Puerto, la familia y el campo, la naturaleza siempre y ahora mis niños, una chispita de arte, una gota de emoción, una miaja de amistad, todo ello aderezado con el candor de mi marido y su amor puro y fresco. 

Parece ser que ningún edificio moderno podría concebirse sin la existencia del acero, y desde mis cimientos último modelo yo así lo confirmo. Puro hierro, puro carbono, pura vida, puro amor fusionado a 1.500 grados centígrados, y ebulliendo prácticamente al doble de temperatura. Fácilmente soldable, hecha de mil y una piezas por cada una de nuestras noches juntos, la ductibilidad de la dureza, el corazón ardiendo en el bloque de hielo, los destellos gloriosos sobre la superficie dura y sensible del metal. 

Así soy, y así me escribo y me mando en la botella marina, con mi dirección helada y ardiente colocada en el cristal.

Se ruega acuse de recibo.

jueves, 16 de octubre de 2014

Sin más

Hay verdades, pero pocas veces las encontramos. Mientras tanto, caminamos con la luz vicaria que viene de alguna estrella que una vez fue real. Seguimos adelante esperando una nueva revelación que venga a iluminarnos, aunque no sabemos cuándo ni cómo aparecerá. Puede que nos atemos a rituales, que interpretemos indicios, que llamemos al vidente de la tele. Esperamos la verdad futura como quien se cambia el anillo de mano para no olvidar un recado. 

Ah, pero el futuro nunca llega. El tiempo no trae el olvido, el perdón no existe, el pasado no se supera. Aunque todo queda lejos, lejos, y se ve pequeñito como desde la cima de una montaña. Y se van cerrando los ojos, hasta que todo se confunde, y no se sabe ya si un día se fue, se vivió, se sintió. Si un día fuimos con los otros.

Desde esta ventana no se ven árboles, pero se suceden pequeños cambios de luz y un tenue murmullo, como el de una olla a punto de ebullición, viene de las calles adyacentes, más amplias y transitadas. Desde esta pequeña calle mía, que por un tiempo me ha tocado en suerte, pienso que la respuesta ha de estar en la luz sutil y en las hojas de los árboles otoñales que no pueden alcanzarse desde esta pequeña altura de mi segundo piso. 

Busco una respuesta pequeñita, una verdad que me quepa en la palma de la mano. Atreverse a sostener por un momento una víscera viscosa y visceral, caliente y repelente, terrible y mortal. Higienizar al momento siguiente la mano con peróxido de alcohol, y encontrar en su lugar un hoja de otoño, rígida y quebradiza.

Llevar el otoño en la mano como el rescoldo de una primavera pasada. Atreverse, erguirse, soltar, buscar, abrirse. En un pasado que se repite en espiral, porque el futuro no existe. 

Todo lo que queda es esta luz tímida y dorada, unas cuantas hojas en el suelo, y la esperanza empecinada y vana de una revelación y de un abrazo de fría combustión.

No sé qué escribo. Pero sueño. Y en las mañanas sin árboles se confunden los sueños con los deseos, las verdades con las esperanzas, las revelaciones con la búsqueda, el pasado con el futuro.

Todo queda lejos, muy lejos, y a veces lo miro con los ojos entrecerrados, sin saber qué ver, y después me ducho, y sin más continúo caminando.