domingo, 9 de enero de 2011

Y a quién le contaré lo que ahora siento

Y a quién le contaré lo que ahora siento. Hoy me he levantado con esta línea en la cabeza. Creo que es un verso, pero no puedo recordar de quién ni sé por dónde empezar a buscar el poema. Es el problema con la intertextualidad: los textos de otros se convierten en propios, se los adueña el lector, y al final plagias sin ni siquiera ser consciente.

Como decían algunos buenos profesores (buenos porque recuerdo lo que me enseñaron), la literatura no existe en un vacío, es un palimpsesto en el que se van superponiendo capas, y no se podría escribir lo que hoy se escribe si no se hubieran creado en el pasado determinados textos. Por eso que en el relato de Borges fuera imposible escribir el Quijote en la época actual.

Busco el verso en internet, pero no lo encuentro. Tengo la teoría de que internet es un universo paralelo con un dios propio. Existen mundos tan amplios y extraños en internet que no pueden ser obra tan solo de los humanos. Pero este dios de la web es un dios pequeño, vulgar y anodino, hecho a imagen y semejanza del hombre de la televisión. Es el dios que creó a Belén Esteban en lugar de a Miguel Ángel, el dios que construye platós donde los famosos mediocres propulsan cataratas de pseudo-sentimientos. El dios del pasado, en cambio, ofrecía a los románticos ingleses paisajes con precipicios y aguas torrenciales en los que cifrar su infancia y el sentido de la vida.

Y es de los pseudo-sentimientos de lo que quiero hablar. Quizá el éxito de la telebasura, de esos programas tipo La Noria o como se llame ahora (pues siempre nos venden distintos lobos con la misma piel) radica en el hecho de que la gente puede adentrarse en la vida de otros, tener la impresión de que conoce sus intimidades y que puede leer su carácter. Tiene así el espectador la oportunidad de identificarse o de rechazar lo que oye, de juzgar al personaje, de emitir un juicio. Y en último término de ratificarse, por identificación o rechazo, en sus propias ideas, en lo que él mismo es.

O sea, el dios omnipresente y vacuo de la tele y de internet nos muestra el camino y la verdad. Ahí está la vida, o al menos una buena parte de ella, para muchos, en muchas ocasiones.

Pero yo no quiero hablar de mis pseudo-sentimientos, no quiero colocarme en el centro del plató, no quiero que otros me juzguen, no quiero convertirme en un personaje público, no quiero que mi verdad sea moneda de cambio ni envolver mis sentimientos en papel de usar y tirar, no quiero la aprobación ni el rechazo de esa masa amorfa.

Furiosa, limpio por igual mi pequeño escenario de cáscaras de verduras y de pétalos de flores, a patada limpia; no vais a llegar ninguno a mi verdad, no podréis mancillarla, pero aún así quedará mi diminuto espacio libre de todos vuestros boo y ahh. Y a quién le contaré lo que ahora siento.

Tengo un reducto pequeñito, tengo una verdad minúscula: una verdad vana y orgullosa como la rosa del Principito, una verdad que se protege con las espinas del silencio, de la distancia y del mal humor.

Fue verano durante mucho tiempo, y entonces era suficiente con amar y estar vivo. Llegaban las tormentas, y las palabras eran truenos que ensordecían, confundían y aporreaban, pero al final caían las palabras limpias y delicadas como lluvia suave que acaricia la tierra y expande el corazón. Y a quién le contaré lo que ahora siento.

Vino el invierno, y se helaron las palabras: planchas de hielo engañosas donde uno se hundía una y otra vez al intentar mantenerse en pie, hasta casi ahogarse de frío; piedras con cantos cortantes que abrían las heridas convirtiendo la sangre en granizo.

Tiraron las palabras como piedras los que creían estar libres de culpa, y lapidaron la última verdad, el último resquicio para el entendimiento.

Finalmente cayeron todas las palabras perdidas, ocultas y olvidadas, y nos encontraron debajo. Vinieron de las montañas remotas, se abrieron camino entre los cauces secos y entre la maleza acumulada, se precipitaron como un torrente y anegaron la tierra a su paso. Y a quién le contaré lo que ahora siento.

Hoy se ha retirado el agua, callan las palabras, y solo nos quedan verdades de arcilla. El sol abrasa la tierra yerma y se resquebraja el terreno bajo mis pasos vencidos. Camino con una rosa pequeña en la mano.

¿No escucháis la corriente bajo los pies, no os mueve su fuerza subterránea, no os arrastra el convencimiento del agua bajo la tierra? Yo la oigo, y camino en silencio con una verdad minúscula, inútil y delicada. Grito sin palabras, grito con pétalos de rosa, grito con pedazos de hielo, grito con pedrisco, grito con trinos de pájaro. Porque a quién le contaré lo que ahora siento.