jueves, 26 de abril de 2012

Dulces del mar Cantábrico

Para todos los que compartimos el "café cántabro"

Nada es casual. Puede que avancemos hacia el caos, pero aún así pienso que las cosas suceden por alguna razón. Y siempre para que nos demos cuenta de algo. A través de sucesos y casualidades nuestro inconsciente habla. Así es como nuestra realidad se expande.

No es casual que haya acabado por leer un poema (¿o será más bien un antipoema?) de Nicanor Parra sobre el embrutecimiento y el vacío de las horas gastadas impartiendo clases. Y me encontré leyéndolo ante profesores competentes y comprometidos. Al final siempre acabamos encontrando historias para nosotros mismos.

Ha llegado hasta mi casa el recorte de un periódico inglés informando sobre la caravana del amor organizada en un pueblo cercano. ¿Podría ser este hallazgo simplemente el resultado de una sucesión de casualidades inocuas? La casualidad justamente demuestra que estamos todos conectados, unidos por lazos que cruzan mares y corazones. Las casualidades nos montan en acontecimientos como pequeñas embarcaciones y acercan nuestras islas individuales.

Las historias que cuentan mis collages parecen comenzar por casualidad. Los dibujos son el resultado de una sucesión caprichosa de imágenes y palabras. Pero luego la obra acabada comienza a susurrar cuentos al oído, y entiendes que la casualidad no existe. Es el inconsciente quien escribe nuestras verdades.

No es casualidad que hoy no pueda dormir. Sigo despierta porque miro, siento, contemplo. Escribo rodeada de flores. Cuelgan de las paredes, se suben por los manteles, conquistan el baño, se cuelan en la cocina. Por las noches encuentro campanillas amarillas debajo de la almohada.

Mi casa es un jardín flotante, con duendes escondidos tras cortinas de hojas. De la higuera podada en invierno comienzan a surgir brotes como bebés con los ojos muy abiertos. Los besos son capullos que se abren desperezándose.

No es casualidad que hoy haya sido tan liviana y contundentemente feliz en el camarote grande de la embarcación de mi casa. La luz se filtraba a través de seres resplandecientes como peces de plata. Julia, el pececillo más pequeño, nada en la pecera con sus escamas rubias. En sus brazadas infinitas de niña, nunca alcanza los  límites de cristal.

Mi casa-barco se mece ligera entre las fragrancias salvajes de las plantas. Aspiro con los ojos cerrados el aroma de las rosas que hierven en las calderas. Cierro los ojos para no dejar de ver las estrellas claras.
 
Velo lo que queda del día en un barco henchido de coronas de flores que se desliza plácido por aguas suaves. Desde lo alto del tejado, más alto que las montañas que encierran el valle, me inunda la certeza serena de que nos movemos en el espacio abierto.

Me aposto en la torre de vigía. El barco, por unas horas sin necesidad de timonel, avanza impulsado por las margaritas que esta noche canturrean sí. Mientras, las violetas crecen sobre los corazones de los muertos proclamando en la noche líquida que todo sucede por algo.

La oscuridad madura dilata las pupilas,  y en medio de los ojos reluce la estrella del norte. Os veo a todos, y os llevo conmigo en el barco de flores. Navegamos con entrega serena a las olas sabias.  Nos dirigimos hacia el caos para encontrar el orden. Nos arrastramos hasta el último tronco en la orilla antes de las cataratas.

Al borde del torrente, sabrá mi fuerza verde que todo sucede para algo, que avanzamos en línea recta hacia las Américas para acabar por encontrarnos a nosotros mismos en la redondez perfecta de la tierra. Remo con golpes acompasados entre las aguas calmas de flores blancas.

Llevo de avituallamiento sobaos y quesada, me guío por la caracola que las olas del mar Cantábrico me han puesto por corazón. Como en todas las grandes aventuras, no voy sola en este barco. En la serenidad nocturna, tu presencia dormida despierta y me abraza. Mientras soñáis en suspenso, las velas de mi barco se esponjan con los vientos favorables de vuestros carrillos.

Remo sin esfuerzo en mi barca de espuma nívea. Mientras el mundo duerme y deja de existir, disfruto del silencio cargado de sueños callados como rayos de tormenta. De pronto restalla un trueno que rasga las aguas y las azota con energía eléctrica. Cogidos de la mano danzamos y reímos bajo las gotas quedas que hacen cosquillas a las flores y acarician la hierba.



martes, 17 de abril de 2012

Las olas del cambio

Hace un día estupendo de sol. También me gustan los días de lluvia. Poco a poco todo vuelve a su sitio, como se reconstruye la naturaleza tras un terremoto o un tsunami. El polvo cae al fondo del vaso, se disuelven los gránulos en el agua. Ayer en la taza de café la cucharilla removió el terrón de la amabilidad.

Tomé un café en un bar, y de forma natural sonreí y me comporté de manera extramadamente adecuada. La educación no es más que reconocer la presencia y el valor del otro. Y a su vez la señora del bar fue tan simpática que desde el bar contribuimos con nuestros activos al banco mundial de la amabilidad. Yo estoy convencida de que el mundo es energía, de forma que de las vibraciones positivas que envían unos nos beneficiamos todos. La alegría, el amor y la amabilidad van cayendo como fichas de dominó colocadas en un scalextric.

Ayer sopló el viento fuerte. Cualquier cosa podría caerte sobre la cabeza. Las antenas sobre los tejados del pueblo se meneaban como cohetes a punto de despegar. Por la mañana, desde el coche, comentamos al pasar que el viento había volcado los tres contenedores de basura vacíos. Por la tarde volví a pasar conduciendo por el mismo sitio. Un señor se acercó al primero de los contenedores y lo puso en pie. Paré un poco más adelante y desde el espejo retrovisor observé cómo el buen hombre levantaba los contenedores uno por uno. Seguí mi camino y desde mi interior, conmovida, le di las gracias a este señor. Ayer el karma del mundo fue un poco mejor. 

En este tiempo de incertidumbre y angustia, en el que tanta gente tiene que andar desesperada, ansiosa, confundida, vuelvo los ojos a las cosas pequeñas. Puede que ahí esté el sentido del mundo. Mirándolo bien, es un poco absurdo decir que la vida nos va fatal a cuenta de la crisis y de la situación de paro y recesión del país. Visto desde la óptica de los miles de personas que mientras lees esto se mueren literalmente de hambre (o simplemente se mueren, cualquier muerte es idéntica en cuanto que relativiza las preocupaciones diarias) nuestras preocupaciones por el dinero y la inestabilidad de nuestras vidas se vuelven no solo absurdas, sino surrealistas. 

Pensar que vivimos mal sigue siendo pura ironía, un chiste malo. Vivimos, y eso debe ser bastante. Buscamos en el dinero un escudo para repeler los males de la vida. Nos aferramos a la estabilidad para controlar los inevitables cambios. Ponemos nuestras esperanzas en la seguridad del trabajo con la esperanza de apaciguar la inestabilidad del mundo, como si pudiéramos transformar un tigre en gato dándole un poco de carne.

La vida es un tigre, una fiera salvaje. Es cambio, imprevistos, fuerza, indiferencia. Violamos las leyes mismas de la existencia tratando de contener el mar en un cubo de agua. Palada a palada vamos haciendo acopio de nuestra ración de agua salada. Y de pronto levantamos la visa del pequeño cubo, estiramos la columna doblada, y el mar sigue siendo infinito. En algún momento una ola un poco más violenta barre de la playa cubo y pala, y nos arrastra a nosotros hacia el fondo negro.

Si la vida es cambio, nosotros debíamos fluir con ella en lugar de aferrarnos a los barrotes de nuestra jaula. Como gigantescos osos blancos encerrados en el zoo damos vueltas alrededor de nuestra cerca creyendo que así podremos llegar a alguna parte. Que sean bienvenidos los cambios, la crisis y las olas feroces que nos sacan el culo de nuestra zona de confort y conformismo.


El mundo está en contínuo cambio, pero nosotros seguimos siendo dueños de nuestro destino. En realidad, solo podremos mantener el equilibrio, seguir al pie del cañón, si asumimos que la vida es una sucesión de olas y el sentido se encuentra en navegarlas, una por una, siendo consciente de cada una de ellas. Si permitimos que las circunstancias dominen nuestras vidas, si dejamos que sean las situaciones las que nos definan y nos digan quiénes somos, estamos condenados a hundirnos sin remedio. 

La fuerza procede de dentro, nacemos con ella igual que nos dotaron de piernas y brazos. Con esa fuerza que nos define caminamos sobre las aguas, nos desplazamos con cada ola. Bienvenida sea la crisis que nos hace fijarnos en los actos pequeños que aportan calor a la hoguera del mundo: un hombre levanta en un pueblo escondido entre montañas los cubos de basura que pertenecen a toda la comunidad; una señora en un bar sonríe a una chica que aún no puede trabajar. Antes ha sido la chica amable y correcta, porque lleva dentro el fuego que los leños de otras gentes ahora en la distancia han avivado en ella. 

Si las olas nos arrastran, si a duras penas logramos mantenernos a flote, ha llegado la hora de plantearnos nuestro destino. Mira tu brújula y asegúrate de que apunta al norte. Contempla el cielo en la noche clara y comprueba si aún puedes encontrar la estrella polar que guía a los navegantes. 

Quizá nos hundimos todos en masa como el imbatible Titanic chocando contra el iceberg de la crisis y el miedo.  Ha llegado la hora del cambio, y cada uno debe ocupar su sitio en la embarcación. ¿Quién rige nuestro destino, quién ha decidido el rumbo? Es hora de levantarnos y remar hacia nuestro destino, de hincar los palos para avanzar en la dirección que nos indica nuestra fuerza primigenia. Es posible mantener el equilibrio, disfrutar del momento, saltar las olas de los inevitables cambios aprendiendo a verlas como oportunidades de crecimiento.


Hay gente que ya se ha lanzado al agua, y que sigue remando impertérrita por ellos y por todos nosotros. Un hombre levanta contenedores, una señora sonríe en un bar. Otros leen los periódicos y desde la torre de vigía lanzan su mensaje a los siete mares. ¿Oyes el toque de corneta? Escucha atentamente, porque es tu fuerza la que te habla y te confirma quién eres. Mira al cielo y sigue tu estrella.

Desde las rocas más altas me lanzo feliz al mar. Braceo sobre cada ola hasta que la tripulación me recoge y juntos navegamos hacia donde nace el sol. Cosas pequeñas y grandes comienzan a ocurrir, y yo sonrío mientras el viento me despeina y enciende mis mejillas.



Hay un lugar donde la magia existe, más allá de nuestra zona de seguridad.


Pinturas: Turner

domingo, 15 de abril de 2012

Para vivir

Para vivir necesito:

una habitación ordenada, con algo de luz y no muy fría (preferiblemente en tonos cálidos)
libros
un poco de comida (leche, fruta, galletas y bollos, algún sándwich o pasta)
que me dé el aire libre en la cara
compañía para tomar café
alguien que me espere en un lugar lejano
polvos mágicos

Aparte de las necesidades básicas, algunos lujos extra:

leer junto a la lumbre en invierno
ríos y charcos para bañarse en verano
toparme por tiendas y mercados con objetos bonitos
escribir a ordenador
ver el mar de vez en cuando
alguien para quien su vida sea mejor conmigo
personas de quien aprender
gente para compartir
alguien especial con quien crecer y reír

No es muy difícil ser feliz.

Dibujo: CRLS

sábado, 14 de abril de 2012

Objetos muertos

Ayer fue mi cumple-mes. Un día cualquiera, un día especial. Me regalaron una figurita de Campanilla. Últimamente me encantan los objetos pequeños. Me evocan los momentos en que fueron comprados/ regalados/ encontrados mucho más certeramente que cualquier fotografía. En realidad nunca me han gustado mucho las fotos; creo que pueden ser muy engañosas. A mí al menos me cuesta en la mayoría de las ocasiones reconocerme en ellas. No suelo encontrar un paralelismo entre lo que sugiere la foto y las sensaciones que yo recuerdo. Un momento mágico, y te ves con unas pintas que no querrías ni para tu mejor enemiga. Un momento de desasosiego, y en la foto resplandeces para la posteridad.

La muñequita reposa en la mesilla, junto con el libro del pato que aprende a caminar pasito a pasito, el barco del que yo llevo el timón, la moneda mágica que encierra destinos, el librito con palabras de alegría que regalé a una amiga y que ahora me ha prestado... Cómo me gusta rodearme de los objetos queridos. Del corcho cuelgan en perfecto orden dibujos, palabras, adornos en forma de flores o corazones, notas, collages y recortes. Miro alrededor y siento la calma de los objetos silentes, esplendorosos en su función de apresar y derramar olores del pasado como rosas rojas por siempre en plenitud.

A veces abro una caja y tomo una nota, un calendario, un papel que no reconozco. Pero también brilla siempre un objeto único que sin previo aviso, como un ataque cardíaco, te sienta de nuevo en aquel coche en el que a tu primo muerto se le durmió un brazo para que tú no despertaras. Después los apuntes salen volando del interior del coche al parar, y los buscamos presurosos entre el viento. Ahora de todo eso solo queda un reloj viejo de plástico blanco, sin correa. No quisiera que ninguna foto viniera a matizar mi recuerdo, la vivencia repetida que el reloj activa. Los objetos ponen las manecillas en marcha; la foto congela, declama y sermonea. Mi reloj marca  la hora del tiempo interno.

Los objetos perpetuan los momentos en la memoria. Por eso, para enterrar los recuerdos es necesario un cementerio de objetos. Pero quién querría perder la memoria, borrar años de vida, condenar la felicidad al olvido. Cuando se pierde la felicidad, los objetos se vuelven armas, su presencia punza el alma, que se desangra en nostalgia. Es quizá recomendable entonces dejar que los objetos descansen en soledad, purgando nuestra sed de eternidad. Podemos salir de casa, irnos de viaje, alejarnos por el camino y cerrar la gran verja de entrada, cubrir los muebles con sábanas blancas como cadáveres sin recuperar en el campo de batalla. 

Al volver la primavera, regresaremos tras el destierro a la mansión de las puertas verdes, y correremos las cortinas, descubriremos los muebles, dejaremos entrar al viento fresco a través de los luminosos ventanales. Y entonces pasaremos la mano sobre el lomo de cada objeto que encierra nuestra antigua felicidad, y las figuras y recuerdos maullarán como gatos mimosos, y se les erizará el vello, y nosotros encontraremos sosiego y sentido en los viejos momentos de la felicidad pasada. Los objetos acariciados lentamente nos hablarán en sus gemidos de quiénes somos, de quiénes nos gustó ser, de la felicidad con la que vamos llenando nuestra hucha de oro.

Por ello resulta tan desoladora una caja con su contenido cerrado,  precintada con cinta adhesiva de embalar marrón. Restos de una mudanza, momentos extraviados en el abismo de los cambios, recuerdos amordazados como una mujer maltratada incapaz de hablar más. Yo tengo una caja de plástico con las asas azules en lo alto de un desván polvoriento y hasta con algún ratón muerto. En una caja puede caber una sucesión infinita de días, la osamenta corrompida de toda una época, gigantesca como la de un dinosaurio. 

Pero los restos mortuorios de una caja cualquiera, a diferencia de los de una casa cerrada en invierno, no deben pagar tan solo por la alegría, la plenitud y el sentido que nos prestaron, y que ya no son más. El purgatorio no es suficiente para esos restos cenicientos que conocieron la maldición de un eclipse de sol. Cuando la violencia y la sinrazón de los hombres apagan como una vela la llama de luz y calor, los vestigios del sacrilegio no son aptos para descansar en tierra consagrada. Los despojos condenados expian de este modo el pecado más grande del hombre: la ignorancia egoísta que reduce a migajas el pan de la alegría.

No es fácil acallar los objetos; sus quejidos lastimeros se oyen en las noches de lluvia negra. A veces aún me encuentro con restos desmembrados que resisten en cajones, que se esconden al fondo de las estanterías, que cuelgan y crecen en las esquinas del techo como telas de araña. Pienso en ellos como en los muertos olvidados en las cunetas que claman bajo la tierra por su merecido descanso. El olvido es un cadáver al que le siguen creciendo uñas y pelo.

Al cruzarme con alguno de estos objetos que no encontraron su sitio en la caja de asas azules, me parece que llora como un niño robado. Otro día en que no llueva, una mañana transparente y verde, levantaré la tapa de la caja, y al final reposarán todas las cosas conformando un esqueleto entero. Cuando pase el tiempo del odio y el dolor, cuando llegue el fin del mundo, alguien vendrá y juzgará sobre el destino de los muertos. En la esperanza de la resurrección, los viejos objetos del bien y del mal se salvan de la hoguera incineradora, clavando sus uñas desgastadas en la tapa azul del ataúd de plástico.


Las ruinas de la historia aguardan el juicio final. Que descansen los muertos en paz por los siglos de los siglos, esperando el perdón que solo un dios todo misericordioso podría conceder.

La canción que he oído unas cuantas veces mientras escribía:


jueves, 12 de abril de 2012

En Ávila

sesenta y siete escalones hacia la plaza
treinta y seis euros en comida castellana
veinte besos caminando con los ojos cerrados
unos cuantos árboles en flor

las murallas de Ávila enmarcan el cielo


martes, 10 de abril de 2012

La generación del futuro


Escucho por enésima vez que estamos ante la generación más preparada de la historia. Y yo no entiendo de qué generación hablan, a quién se refieren. También me pregunto para qué dicen que esos hipotéticos jóvenes están preparados. Las personas que insisten en el cliché de "la generación más preparada" o no conocen a muchos jóvenes, o hablan de otro mundo. ¿Quién puede estar preparado para un mundo tan complejo como el nuestro?

La vida nunca ha sido fácil. La historia es la repetición a través de las épocas de la opresión de los poderosos sobre los débiles. La literatura nos habla de las preocupaciones básicas del hombre: amor, poder, muerte. Ni la esencia del hombre ni la estructura del mundo han cambiado gran cosa desde el principio de los tiempos; lo que sí se ha transformado sustancialmente es el contexto. Ahora somos miles de millones de seres humanos sobre la tierra, la tecnología determina las relaciones (quien tiene los avances en su mano, ya sean médicos, científicos, de comunicación o en armamento, detenta el poder). Ya no es dios quien rige el destino de los hombres, sino las fuerzas del capitalismo. O como expresa otro cliché de nuevo cuño: los mercados.

Claramente siempre el dinero ha dominado el mundo. Sin embargo, parece que antes el capital estaba en unas manos concretas: en las del señor, en las de la nobleza. Con el nacimiento de la burguesía la riqueza cambió de lugar; la extensión de la clase media (prolongación de la burguesía) supuso la participación en el  poder de capas más amplias de la sociedad. Bajo estas interpretaciones, la historia se lanzaba a ritmo vertiginoso hacia la igualdad y el bienestar de todos los hombres.

Nos hemos creído que nos había tocado la lotería, que acabábamos el siglo XX siendo todos ricos,  habiendo ganado nuestros derechos como Adán y Eva cargaron con el pecado original. El curso de los acontecimientos cambiaba de signo. Ahora, en el siglo del futuro, resulta que no sabemos dónde está el dinero y que tenemos que taparnos los derechos desnudos con una hoja de parra. Y nos invaden la perplejidad y el desconcierto, y como el suicida griego clamamos ante la injusticia: ¿quién osa despojarnos de aquello que es nuestro?

Pero no tenemos nada que nos haga sentirnos más avanzados que nuestros antecesores. Desnudos como niños conservamos solamente aquello con lo que vinimos al mundo: la sed de poder y, en contrapartida, la necesidad de regular la codicia. Como aquellos benditos ilustrados del siglo XVIII, hemos seguido pensando que íbamos montados en la historia como en un cohete que nos impulsaba de pleno hacia nuestro destino, hacia el fin último del hombre: la justicia, la igualdad, la libertad. Y sin embargo nuestro siglo, el de la generación más preparada de la historia, se presenta muy distinto.

El decorado actual es mucho más grandioso, casi estelar; es el resultado de un derroche de optimismo ignorante y del progreso a cualquier precio. Y, así, las consecuencias tienen también una dimensión mayor, un impacto brutal sobre nuestras vidas. Podemos cargarnos el planeta apretando en un segundo el botón de la bomba atómica. Mientras tanto, y por si acaso ese momento se retrasa, nos empeñamos en provocar el fin del mundo con leyes que promueven miseria y desigualdad, con la destrucción del medio ambiente, con el dispendio de recursos. Posiblemente estemos esperando a que la generación más preparada de la historia venga a poner orden en este desastre. Quizá por eso nos empeñamos en repetir el cliché como un mantra con milagrosas propiedades curativas.

Pero nadie viene a arreglar el mundo, la situación se nos ha ido de las manos. Ni siquiera sabemos quién tiene el poder, por dónde se evapora la riqueza que ligábamos de forma natural al progreso. Ah, es que son los mercados los faraones del siglo XXI. Y los mercados tienen entidad propia, se han rebelado e independizado del control de los hombres. Son como los soñados autómatas que adquirían consciencia y se volvían contra el ser humano, supuestamente superior, que los había creado para su servicio.

Los griegos tenían sus dioses y sus oráculos: nosotros los hemos sustituido por los mercados y la voz de la bolsa, que habla en un lenguaje religioso, profético, incomprensible para el común de los mortales: la prima de riesgo, el FMI, el Dow Jones, el Nasdaq. Angela Merkel es el chamán que nos pone en contacto con esas fuerzas divinas, pero ella misma no puede escapar  a la superchería del siglo XXI. Seguramente, allá en Francfort,  esté ahora mismo probando una pócima mágica tras otra con la esperanza de encontrar el remedio milagroso que transforme su halo místico de baratillo en reliquia verdadera.

En la época de los griegos, el mayor pecado que podía cometer el hombre era el querer ser como los dioses. Se condenaba la hybris, el orgullo desmedido. Los dioses castigarían al ambicioso de manera implacable. Hoy unos pocos traidores sin moral se erigen en mercaderes o intermediarios de los mercados. En sus manos quedaría el regular la fuerza de la economía, el crear un marco en el que distribuir la riqueza, el controlar la vorágine avariciosa que atrapa a los que se exponen a las fuerzas del dinero. Sin embargo, estos pocos gurús de la economía optan, siguiendo los impulsos innatos al hombre, por seguirle el juego a los autómatas que nos dominan.

Ningún dios vendrá a castigarles, a recordarles sus límites, a advertirles de que la soberbia se paga cara. Quizá nuestro pecado ha sido creer que el progreso y la justicia regían la historia. Hemos olvidado el lado oscuro del poder y del dinero, hemos preferido mirar hacia otro lado mientras nosotros también disponíamos de la riqueza y el acceso a todos los servicios. Ahora solo nos quedan las palabras huecas, la incredulidad del impotente, la puerilidad del derrotado. Mientras disfrutábamos de nuestro status de dioses, no quisimos poner límites al gasto, a la banca, al poder del capital. Nos quisimos creer la historia de que los mercados se regularían por sí mismos en beneficio de todos.

Hoy no nos quedan dioses a los que confiar nuestro destino. Nuestra religión no basta para explicar el misterio de la economía que nos esclaviza. Los pecados no reciben castigo divino. Perdida la batalla en la que ni siquiera luchamos, clamamos contra las fuerzas divinas que nos mandan la desgracia. Pedimos la cabeza de reyes y papas, pero ellos no dejan de ser más que marionetas, a las que mueven los mismos hilos que al resto de nosotros. Los verdaderos responsables se bañan en el oro de Dánae.

En nuestra soberbia, hemos olvidado que son los hombres los responsables de marcar el cauce de la historia. Nos hemos dedicado a adorar el becerro de oro de los paganos. No supimos poner límites a tiempo, ahogados en ambición y comodidad, y ahora nos encontramos desbordados por nuestro silencio cómplice. Hemos dado todo el poder a un sistema capitalista que devora a sus propios hijos. Unos pocos piensan poder aplacar al monstruo, beneficiarse con sus artimañas, pero todos terminan igualmente exterminados. Hoy El Mundo anuncia que Rajoy "ofrece" terribles recortes en sanidad y educación para calmar los mercados.

Parece ser que contamos con la generación más preparada del futuro. Estos seres elegidos deberían levantarse en armas y salvar el mundo. Pero no son más que hombres: siguen pataleando enrabietados y caprichosos reclamando su derecho al i-pad, a internet en el móvil y a zara online. Algunos hasta confían en que la salvación vendrá a través de twitter. Solo la venida de un hombre-dios capaz de despertar conciencias, aunar fuerzas y establecer normas y límites podría frenar la marcha imparable del poder de los mercados. Mientras, el monstruo salvaje continúa atiborrándose de nuestros derechos y oportunidades como el hombre pisa hormigas.

Hasta esa venida apocalíptica, el capitalismo rabioso al que hemos alimentado como a un inofensivo perro de compañía continuará hincando los dientes en el cuello de sus amos. Que el dios que no existe os coja confesados.

 Dánae, de Klimt

sábado, 7 de abril de 2012

El valle mágico

Tras pasar el día en la casa-champiñón de Cristina

(Poema-canción "A cántaros" de Pablo Guerrero)

Hay casas-champiñón. Casas con duendes, magos y hadas. En este valle húmedo con palmeras tropicales abundan este tipo de viviendas. Para entrar en ellas no necesitas llamar a la puerta. Basta con limpiarse los pies en el felpudo y saludar con fuerza. Nunca está de más cocinar una buena tarta como presente para los anfitriones: este tipo de hogares suele mostrar predilección por dulces, postres y azúcar. La tarta es el acompañamiento perfecto para el té caliente que nunca falta en las casas-champiñón.

Tú y yo, muchacha, estamos hechos de nubes
pero ¿quién nos ata?

Las casas-champiñón proliferan al pie de grandes árboles, por lo que sus ocupantes suelen entretenerse con largos paseos por el bosque. La naturaleza es un elemento fundamental para estos habitantes mágicos. Cuando sales a caminar por el valle, nunca sabes qué te vas a encontrar. Los caminos son infinitos, de tal forma que es posible, si así lo deseas, no ir dos veces por el mismo sendero. Tomes la dirección que tomes, saldrán a tu encuentro criaturas fantásticas (animales o humanos), hallarás tesoros bajo las piedras, te hechizará el canto de los ríos, a tus pies les crecerán alas para nunca sentirse cansado.

Dame la mano y vamos a sentarnos
bajo cualquier estatua
que es tiempo de vivir y de soñar y de creer
que tiene que llover
a cántaros.

Cuando llueve en el valle, siempre hace sol. Los arco-iris perfectos son un fenómeno habitual en estos parajes. En ocasiones llegan a formarse varios arcos a un tiempo, en una sucesión infinita que tiende un puente hasta el otro lado de la tierra. Los habitantes mágicos te contarán el secreto cuando trabes amistad con ellos: los arco-iris son puertas que conducen a tu destino y a tus verdaderos deseos. Si te quedas un poco más por aquí, llegarás a saber cómo se consigue la llave en forma de corazón que abre los portones.

Estamos amasados con libertad, muchacha, 
pero ¿quién nos ata?

El valle no aparece en los mapas comunes, ni está incluido en los GPS. Si conoces a algún hada, o quizá un gnomo, puedes preguntarles. Yo llegué hasta aquí simplemente siguiendo el camino del agua. Una sucesión de lagos, ríos, charcas, torrentes y gargantas marcan el camino hasta la tierra de las casas-champiñón. Sin embargo, otra gente descubrió el valle por caminos diferentes. Pero yo no podría decirte cómo llegar hasta aquí. Aunque puedes probar cerrando los ojos y deseándolo muy fuerte. Creo que solo se puede atravesar la barrera invisible que separa el valle del mundo con una pizca de magia.

Ten tu barro dispuesto, elegido tu sitio,
preparada tu marcha.

El valle se rige por sus propias leyes, físicas y espirituales. Por ello los satélites no pueden detectarlo y la magia es necesaria para encontrarlo. Una vez aquí, a algunos les cuesta acostumbrarse a su clima húmedo y a las altas montañas que lo ocultan de la vista de los ogros. Una sensación de asfixia y de enclaustramiento acompaña las alucinaciones de los primeros días. El truco para combatir esta sintomatología radica en tomar té preparado en una casa-champiñón al caer la tarde o  beber agua cogida a primera hora en un torrente de la montaña.

Hay que doler de la vida hasta creer
que tiene que llover
a cántaros.

Un fenómeno curioso es que los niños del valle nunca lloran ni es necesario estar muy pendiente de ellos. Todos los habitantes del valle reparten a los pequeños amor y mimos mágicos, para que así los bebés crezcan con alegría e imaginación. Una tradición curiosa del lugar consiste en  bañar a los niños en lluvia con sol bajo el arco-iris. De esta forma entran en contacto con su esencia y nunca se olvidan de cuál es su puerta mágica y a dónde conduce. En los ritos iniciáticos, los chicos y chicas adquieren madurez e independencia al hacerse con la llave mágica que abre los corazones.

Ellos seguirán dormidos 
en sus cuentas corrientes de seguridad.
Planearán vender la vida y la muerte y la paz.
¿Le pongo diez metros, en cómodos plazos, de felicidad?

Para los que venimos de fuera, dar con la llave no es tarea fácil. Aunque cuando llegamos aquí nos inunda la certeza de que este es el sitio adecuado para encontrarla. Aunque solo sea por los arco-iris múltiples. Hay que saltar en los charcos, echarse bajo los árboles, abrazar a los pequeños habitantes, construirse una casa champiñón con felpudo, té caliente, pastas y bizcochos, y tejado de fresas con nata. Después es necesario  escuchar en silencio a los duendes y magos, jugar con los niños, atravesar los arco-iris, aprenderse poemas de memoria, y en las noches claras unirse a los cuentacuentos que aúllan a la luna.

Pero tú y yo sabemos que hay señales que anuncian
que la siesta se acaba
y que una lluvia fuerte, sin bioencimas, claro, 
limpiará nuestra casa.

Si queréis venir, si os atrevéis a cerrar los ojos y envolveros en magia, si deseáis atrapar vuestro destino y convertiros en quien sois, os esperamos con risas en nuestra casa-champiñón. Merendaremos, tomaremos el sol, trabaremos amistad con las ninfas del agua. Esta es la tierra de la libertad, el corazón, la generosidad y la hierba fresca tras la lluvia. Si encontráis el camino, sacaremos juntos los colores al arco-iris. Una cosa que he aprendido es que a los habitantes del valle les encanta lanzarse todos juntos por los toboganes del cielo. Les gustan la risa, las historias y la diversión, y siempre te dan la bienvenida sin preguntarte de dónde vienes.

Hay que doler de la vida hasta creer
que tiene que llover
a cántaros.

El valle te muestra que aún quedan senderos mágicos por recorrer, bosques por explorar, lagos suaves en los que sentarse al sol, arco-iris que abrir con la llave del corazón. A los que vienen de las tinieblas, de un submundo de violencia y deshumanización, el valle tropical de las casas-champiñón los atrapa por siempre jamás. Cuando olvidas el paraguas y te mojas feliz bajo la lluvia de colores vuelven a crecer en tu interior la fuerza y la libertad. El té mágico te hace recordar quién eres hasta que acabas olvidando de dónde vienes. Solo importa saltar en los charcos, reír y aprender por fin a amar y a ser amada.






martes, 3 de abril de 2012

Felicidad

La felicidad no se escribe en presente. Únicamente en las tardes de lluvia, cuando tratan de atesorarse los momentos de sol en la memoria.

En un coche. Suena la música, las montañas al fin de la carretera se zambullen en la luz de la tarde. Ella canta, sonríe, se deja arrullar por las olas suaves del camino. Mira al hombre al volante, y una certeza toma forma de nube: contigo voy a estar siempre. Cierra los ojos, y continúan adelante.

La felicidad no puede pensarse. Penetra por los sentidos como el agua en la tierra. Ver, oler, tocar, oír y sentir. La desgracia se rumia en la mente como una historia sin final. Cuando la felicidad llega, nos dejamos bambolear como barcas. En el turno de la desgracia, braceamos para resistir. 

La misma palabra "felicidad" rompe el espejismo. En el momento justo en que te das cuenta de que eres feliz, dejas de serlo. La felicidad solo cobra forma al volver los ojos al tiempo pasado. Nos enteramos de la felicidad cuando asoman el tedio y el olvido entre los retales deshechos de lo vivido. Es la melancolía quien define y da cuerpo a la felicidad. Cuando también la nostalgia muere, renovada por nuevas alegrías, se incineran los restos de felicidad.

En el mar de la indiferencia, atrapamos peces de felicidad en las redes. Y sin embargo, llega un momento en que esa felicidad también acaba por revelarse mentira. La intensidad de unos breves momentos no disipa la falsedad del océano, un decorado inmenso de cartón piedra en el que pescar peces que colean y mueren de asfixia. 

Recogemos la felicidad del presente en fotos, recuerdos, diarios y servilletas de bares. La acumulamos en bolsillos y cajones. Hasta que un día, víctimas del síndrome de Diógenes, nos sepulta al caer encima.

¿Qué hacer con la felicidad pasada? Métela en una bolsa: quizá haya algún sitio donde la reciclen. Puedes optar por tirarla al contenedor, o quizá guardarla en el desván en una caja con tapa. Que decidan tus nietos qué hacer con ella. En la distancia, queda el consuelo de que ellos podrán creer que en otros tiempos fue posible la felicidad.

Junto a un lago de arenas limpias y mullidas como un felpudo de bienvenida, una pareja se abraza sobre una roca, y leen poemas de amor y de fuego. El murmullo del agua acompaña a las voces que se hablan al oído. Los pinos esparcen perfume como dependientas de grandes almacenes, se sienten las pieles, se encuentran las lenguas. Al cerrar los ojos se ve la brisa fresca y se contempla la escena entera con los cinco sentidos. Sobre la roca quedaron los restos de felicidad que después lamieron las fieras.

Buscamos la felicidad, pero ésta solo se encuentra. Tratamos de apresarla, de retenerla, pero se escapa como peces que saltan en el agua. Quédate un poco más, rogamos, y nos convertimos nosotros en los invitados pesados. Caminamos a su encuentro, y la felicidad nos da esquinazo.

¿Qué hacer, entonces? Nos parece la felicidad la manera natural de estar en el mundo, y sin embargo pasamos la vida digeriendo heridas, venciendo miedos, asestando navajazos. Después de la ascensión, cinco minutos en la cima, una foto, acaso un bocadillo. Deja la felicidad en lo alto, donde pertenece, libérala de su jaula, que vuele como un canario cautivo que no sabe encontrar sustento entre los árboles salvajes. Tira el lastre y baja rodando por la colina. Vuelve a subir entonces.

La felicidad se renueva cada día, se envía en cartas selladas sin remitente, se devuelve como un paquete con la dirección equivocada. La felicidad son versos sueltos; la desgracia, un ensayo, y la vida una novela del siglo XIX. Los otros, el camino, las dudas, la búsqueda y el pensamiento no son más que puro teatro.

Habrá que apilar montones de felicidad recién nacida para olvidar el daño que unos pocos momentos de felicidad ya muerta trajeron consigo. La felicidad no existe, pues muere en el momento de dar su primer lloro al azotarle el culo. Por eso de la felicidad solo quedan luego los rescoldos del dolor, y una convicción firme de falsedad y engaño.

Cojo mi caja, la pego con cinta adhesiva; mis nietos bregarán con el rencor y las heridas. No quiero fotos, papeles ni palabras. Quedémonos aquí en la cima, sintamos el aire en el rostro, dame la mano, intercambiemos sonrisas. Mira al horizonte y siente la plenitud y la libertad. En el sol que se pone se marcha la felicidad del día.


(Y no, las polaroid tampoco atrapan el instante de felicidad)

domingo, 1 de abril de 2012

El precio de la paz

“El que no está conmigo está contra mí" (Lc 11, 14-23)

Un par de semanas atrás encontré un tesoro a la puerta de mi casa. Unos pocos metros más allá, en el camino a la vuelta de un paseo. El tesoro debe de haber estado ahí mucho tiempo, y sin embargo solo ese día di con él. Sin buscarlo, sin mirar: simplemente vi algo y sin pensarlo, instintivamente, me agaché a recogerlo. De la misma manera que se abre el corazón al amor. Me puse muy contenta porque sabía que algo especial había sucedido. La moneda llevaría años, puede que hasta siglos, al resguardo del camino, y solo yo la vi, y solo en el momento propicio. 

Entré en casa y, presa de la excitación, me puse a danzar de un lado para otro mostrando mi hallazgo. Una moneda muy oscura, prácticamente negra, con uno de los lados tan gastado y mellado que apenas se adivina un dibujo ya sin relieve. Puede que sea algún tipo de escudo. Un círculo rodea al supuesto escudo, y las letras dentro de la circunferencia podrían tratar de decir "cien reales". Tendría que comprobar si históricamente en aquel tiempo se comerciaba con reales.

Ah, ¿pero es que todavía no os lo he dicho? En el otro lado de la moneda puede leerse, con bastante claridad, una fecha: 1870. ¿Os dais cuenta de los muchos años que han pasado desde que se acuñó la moneda? La moneda ha venido para transmitirme un mensaje del pasado. En este lado de la moneda, mejor conservado (seguramente se trata de la cara que ha estado boca abajo, protegida de las inclemencias del tiempo), aparece una figura suntuosa sentada sobre un montículo prominente. Alrededor de la figura, además de la fecha, se recoge el peso de la moneda: 10 gramos.

Entonces sucede que esta moneda ha llegado hasta mis manos a través del tiempo y del espacio. Han pasado años y años, con esta moneda habrán comprado, vendido, engañado, ganado o perdido muchos hombres iguales a mí, que ocuparon el lugar en el que yo ahora me muevo y respiro, que estuvieron al pie de estas mismas montañas, que vieron crecer las encinas que ahora alcanzan su esplendor. Esos hombres que pisaron el mismo camino se sentirían tan dueños del aire como me ocurre a mi ahora, plantada en el centro del universo, libre para decidir los caminos por los que marchar.


Coloqué ceremoniosamente la valiosa moneda en la mesilla principal de mi habitación, junto con los objetos que me acompañan dándome su fuerza y energía en el presente: unas fotos de gente antigua a la que no conocí pero a la que sin embargo debo parte importante de quién soy, mis variados libros de cabecera (novela, poesía, ensayo, autoayuda, todo a un tiempo en una extraña ensalada). Entre el resto de las cosas, guardo debajo del cristal una foto de carné de alguien que vive y sin embargo está muerto, de alguien que hace mucho me entregó la foto con la leyenda "Las cosas solo dejan de existir cuando se deja de creer en ellas". Añadía esa persona que le gustaba la frase, pero que no sabía por qué. Hoy el significado se revela más claro que nunca: uno de los círculos concéntricos de la vida se cierra con violencia, para así poder seguir caminando hacia nuestro propio núcleo. 

Todo está dentro de nosotros, nacemos con las verdades, con el amor, con la fecha de caducidad incorporada, con el destino sellado desde nuestra concepción como un código de barras. Vivir consiste en avanzar en círculos hacia el centro de nosotros mismos, en ir alcanzando las revelaciones, en saber esperar, en reconocer el tiempo exacto en el que las profecías han de cumplirse. Rascamos la moneda en búsqueda de nuestro hilo conductor, de los acontecimientos vitales que nos van construyendo como un rascacielos de pisos interminables. Abrimos los ojos, palpamos con las manos buscando en el pajar la aguja del sentido de nuestra existencia. Y sin embargo este sentido no se busca, tan solo puede encontrarse. Un día salimos a pasear e intuitivamente nos agachamos para contemplar algo pequeño que brilla, y ahí está la moneda de nuestra vida, la oportunidad para el cambio y el aprendizaje.

Sabía que la moneda cumplía una función primigenia y fundamental, la encontré en el sitio y lugar exactos que el destino había reservado para mí. Pero aún no era capaz de comprender el mensaje, de aprehender su verdadera dimensión. Dispuse la moneda en la mesilla como sobre un altar, con el mismo sentido del rito y el respeto con que se trata la hostia sagrada. El cuerpo y la sangre para hacer tangible el mensaje divino; las dos caras de la moneda para transmitir lo que ya era tiempo de comprender y asumir.
 

Durante unas semanas ha estado la moneda sobre la mesilla como la imagen de una virgen que va de casa en casa para ser adorada y reavivar la fe del pueblo. Hace un rato, por alguna razón que no percibo, simplemente un acto involuntario, un movimiento reflejo de algo que sucede más allá de la consciencia, tomé la moneda y la traje conmigo. Ahora me doy cuenta de que la moneda era un presagio, un anuncio de lo que ahora ya ha pasado, de lo que no puede sino interpretarse una vez ocurrido. Ha sido la guerra, el fin de la esperanza y del amor, los tanques han pasado por encima de los últimos restos de respeto y civilización.

La moneda ha actuado como un amuleto, ha sido un tótem que me ha recubierto de resolución, que me ha revestido con el escudo protector, que me ha dado de beber el elixir de la valentía y el ardor guerrero. Los periodos de paz conllevan un coste muy alto, y hoy la conjunción del tiempo y el azar revelaba que ese precio no podía seguir pagándose. Se  había ya contribuido con sangre, con vida, con dolor, con amor, con desesperación para aplacar la ira del dios malvado e inconsciente, para contener los caprichos de un pequeño demonio voluble y mentiroso. Y sin embargo, la ira del dios continuaba, el fuego del dragón parecía no acabarse nunca, resurgía de forma inesperada sin que los hechos reales guardaran relación con el origen de las llamas. Un ángel que se convierte en demonio, unas alas blancas que te abrazan asfixiándote.

Hoy el destino se ha entregado a mis pies en forma de moneda antigua en el polvo de un camino inmemorial, y he lanzado la moneda a las alturas. He seguido las señales y he leído los presagios en el vuelo de los pájaros, y he sabido así que se acercaba la hora de luchar cuerpo a cuerpo. Fuego para el dragón, ira para los dioses, sinrazón para el enemigo. A gritos lo pedían los monstruos, y con estas armas he acudido al combate. Agua al agua, fuego al fuego. Una vez más las imágenes del horror, la podredumbre, la miseria y la destrucción. El precio de la paz siempre es muy alto. Se ha disparado al amor, se ha acribillado el entendimiento, se ha dinamitado el respeto, las bolas de cañón han acabado con las esperanzas de los corazones más benevolentes. Después de la batalla, solo el silencio, y la dureza del corazón.


La moneda ha salido a mi paso para revelarme que a veces es necesario levantarse y luchar, que el silencio es cómplice del mal , que nunca debemos subestimar al enemigo. Pues es el enemigo pequeño el que no guardará los códigos de honor que se exigen a todo hombre de bien durante la batalla necesaria. Ya sobrevino la hora de la verdad, de la confrontación, de los proyectiles envenenados. Velo mis armas: la espada de la fuerza, el escudo de la dignidad.

La paz se paga cara. A veces no es tiempo de poner la otra mejilla, de sembrar amor, de creer en el hombre. Cuando la moneda sale a tu encuentro, cuando las señales confluyen, es hora de ponerse en pie y erigirse en soldados defensores del reino personal. Hora de convertirse en combatientes armados con el poder de la dignidad y la convicción de la libertad. Es el momento de poner en marcha los carros de combate para frenar el ultraje, para mostrar nuestra presencia poderosa, para impedir que el falso brillo del amor de baratija se confunda con la compañia valiosa. Es necesario luchar por el respeto, hay que batallar para instaurar la paz propia. He hallado un tesoro para contaros que a veces es necesario pisar las rosas mentirosas, descubrir el olor a putrefacción, aniquilar las espinas de la sinrazón y el daño gratuito, aplastar la inconsciencia psicópata de los mercenarios.

Guardo la moneda, mi amuleto, mi guía, porque desprende magia, porque encierra el destino, porque atrapa la fuerza necesaria para preservar la paz y el amor verdaderos. En su reflejo brilla sin luz el amor barato de los corazones insustanciales. Tiro la moneda mágica, y siempre sale cara. Porque ahora sé que hay que luchar y no callar, llevar la cabeza bien alta y no dejar que te arrastren, distinguir el amor generoso del amor por uno mismo, el sentimiento puro del mero impulso.

La moneda desprende luz, en su cara y su cruz se cifran la fuerza y la paz. Desde mi mesilla irradia su poder, y mi corazón refulge con su magia azul. Una y mil veces volvería a levantarme, a luchar, a gritar, porque la moneda marca el fin de la era de los débiles y crueles. Un mundo nuevo es posible, un orden nuevo se asoma al universo. Y ahí, en el centro de mi misma, con el cetro del amor, la dignidad y la fuerza, me erijo en reina. Dragones de fuego eterno, dioses de ira incesante, sabed que generaciones anteriores de hombres como yo han vuelto en forma de moneda para recordarnos que somos valientes, que ostentamos el poder, que vale la pena luchar por las verdades aladas.