jueves, 12 de febrero de 2015

Mañana de jueves

Jueves por la mañana. Un día cualquiera. ¿Qué banda sonora me pongo para acompañar el momento de levantarse y, después, las tostadas con mermelada? No suena la música que daría forma a lo que siento, a esta difusa sensación de esperanza y melancolía trituradas juntas en el vaso del sueño. Así que apago el Spotify y me vengo aquí, a mi rincón inundado de papeles y tareas pendientes, a por una pajita con la que sorber todo el jugo y beberme la mañana que se ofrece a través de los cristales, a pesar de la ciudad y su soledad de hormigón. 

En sueños reinvento el pasado que nunca tuve pero que tanto anhelé construir. Después resuelvo dejar de lado la felicidad que succiona como el mecanismo de un fregadero americano, y me entran las prisas porque, en ese mismo sueño, tengo que acudir a unos cursos en Valladolid, y no hay manera de llegar hasta allí. Qué absurdo soñar, confundir lo que se quiso con lo que nunca fue, sentir a pesar de todo la melancolía de no ser ya joven y con la piel abierta a las heridas. 

Despertar a la madurez, y ponerse a bailar con cualquier música. Mirarse en el espejo del salón y preguntarse qué arrugas son estas después de cinco años pasados en la irrealidad pegajosa de los sueños. ¿Tanto tiempo ha transcurrido? ¿Hace ya tantos años que comencé a ser otra? Pienso que en medio de la pesadez del sueño también ha habido jornadas de sol, de campo y de espíritu infantil. Y que eso es la vida, y que mucha más vida quiero, vida a borbotones, a alegría, a naturaleza, a tardes braceando en la luz del día. 

Ah, esa sensación de flotar, de deslizarse, de ser, de amar. De escaparme a Tamames en las tardes de octavo a jugar en el frontón, de ponerme una gorra a los veinte años y dar patadas a un balón con las amigas de la época (que en esencia continúan siendo las mismas), de comprar natillas donde Tina para comerlas con ansias de amor juvenil buscando el frescor del verano, de tomar cada día una foto juntos en los paseos cotidianos de La Adrada, de hacer un picnic en el camino de La Venta y surfear la ola perfecta con mi sobrino en brazos. 

Creo que eso es la vida, y que eso será lo que recuerde en el momento de morir. Esa es la mochila del pasado, cuyo peso servirá para ayudarme ahora a reconocer la luz, a buscarla, a ahondar en ella. A perseguirla pese a que la luz de lo vivido a veces se vuelva un cargamento de piedras. ¿Cómo será volver a la laguna e ir tirando esas piedras una cada vez, contemplando cómo los círculos se ensanchan hasta perderse en la orilla, hundiéndose al tiempo que los guijarros en la calma recobrada, quedándose un rato en el milagro de las aguas recuperadas como nunca lo haría un corazón de cristal disuelto en pedazos de hielo ardiente?

Es la mañana de un jueves cualquiera. Este jueves. Hoy. Montada en la ola de mi vida, trato de remontar las ondas aun pequeñas; de mantenerme sobre ellas, de alejarme de la arena revuelta y húmeda.

Vuelven los días de sol, en los que es fácil surfear en la luz, dejarse arrastrar por las olas, jugar con ellas, cogerse de la mano y adentrarse en el mar.

Las mañanas en las que sentir el amor a través de la ventana; las tardes en las que nadar y dar las gracias.

Vuelven porque hoy, esta mañana cualquiera de jueves, estoy montando esta pequeña ola, empecinada en mantenerme en pie; olvidada de las grandes corrientes del océano, al margen por igual de las oleadas altas de los viejos surferos y de las pisadas borradas en la orilla. 

Vuelven porque el único mandato es el de vivir la luz, navegar en el día, montarse en la ola, y ser  feliz. 

Volverán el amor y la luz, como han vuelto repetida y empecinadamente en los últimos años, y un día agradeceré lo que tuve, perdonaré y me bañaré desnuda, las carnes ya ajadas, en la luz de lo que fue mi vida, en la luz de lo que es, en un continuum sin fin, y que me arrastrará hasta que en la hora de mi muerte, quizá un jueves cualquiera, pueda decir que fui fiel a la luz y al amor que me entregaron como una bola, a través de mi madre y mi padre y de sus madres y padres, en el momento del parto de mi madre.

Sí, regresan el amor y la luz porque hoy me encuentra la mañana bailando a una música cualquiera, asomada a la ventana, y montándome en esta pequeña ola en la que trataré de mantenerme, levantándome cuando sea necesario, a lo largo del día. Y por la noche daré las gracias, y soñaré con más luz y más amor, que viene del pasado y se proyecta en el futuro, y que voy aprendiendo a reconocer y revivir, a apresar y a liberar, a pilotar y a dejarme arrastrar por él en la marejada del presente incipiente. 

Como los conjuntos que tanta zozobra me causaban en el colegio de pequeña, aúno el amor de los sueños y las ansias del futuro, en dos círculos que interseccionan en esta mañana de jueves, donde sigo recordando el deber de amar, de impulsarse, de sentir y de reconciliarse. Porque en los días cualquiera el único deber es el de montarse en la ola, pequeña como hoy la trae el mar, y ser feliz.

Porque como dice María, mi sombra María: "Mi meta en la vida es ser FELIZ. Como sea. Ni tener dinero, ni trabajo, ni novio ni nada que no implique SER FELIZ."

Sí, el único mandato es el de ser feliz. Y desde ahí dejo el ordenador, y me monto en la ola.

jueves, 5 de febrero de 2015

Salvándome

Sueño con mi antiguo colegio. Largos corredores, pesadas escaleras, corrientes a través de la ventana, tos impertérrita, polvo en el suelo, frío en las rodillas. Mis padres esforzándose por darme la mejor educación. Yo en manos de las monjas sin corazón. Me lo decía mi madre: ¿pero qué te pasa, si antes eras decidida, alegre, independiente? Me lo repite mi hermana: Me hacías daño porque volvías a casa (tras la semana en el internado) y ya no eras cariñosa.

Sueño con el colegio, al que durante muchísimos años evitaba mirar volviendo la cabeza si tenía que pasar por allí, y me digo que ya no quiero ser profesora. Que ya no quiero serlo más porque las cosas no han cambiado tanto. Sueño con las mesas aisladas de formica marrón de mi clase de 2º de BUP, y una de mis actuales compañeras de trabajo da allí, en mi sueño, clases de historia. Menos mal, me digo, porque es una compañera a la que admiro por su energía, su compromiso, su saber, su profesionalidad.

Pero aún así, nada cambia. Las mesas de formica, una a una, como islas de un archipiélago al que han dejado de llegar barcos. Un chico en la esquina parece que ya no se entera de nada. La profesora lo nota y le anima, aunque con cierto sarcasmo. Al menos no lo ha ignorado, y siento en sueños cierto alivio.

¿Habéis traído la entrevista?, pregunta la profesora luego. Y yo de nuevo respiro un poco pensando que a pesar de los contenidos teóricos hay lugar para un trabajo más personal e interesante.

Pero sigo atrapada en el aula de mi olvidado colegio, entre silencios, sueños muertos, alegrías abortadas, tristezas sobrevenidas, inseguridades aprendidas. Y no quiero ser más profesora. Porque ya he salvado a muchos alumnos, con mis palabras, mi dedicación, mi manera de trabajar, mi atención. Con mi vocación, mi compromiso, mi entrega y mi ardor.

Y ahora quiero seguir salvándome a mí. Porque no quiero que naufrage la ilusión, que se ahogue la decisión que un día el colegio me robó y que pude recobrar a través de la fe en el poder de la educación; porque no quiero que mi pasión incorrupta se hunda al chocar con el iceberg de un sistema que sigue anclado en aquellas prácticas de hierro y hielo.

Un día me hice profesora para lanzar un salvavidas a todos los que el sistema dejó de lado, a aquellos que experimentaron el fracaso y la incapacidad de las que yo, gracias a mi facilidad y a mis horas de estudio, estaba condenada a escapar.

Hoy pienso que ya no quiero serlo más. Que ya no quiero ser profesora para salvar así a aquellos y a aquellas que, como yo, pasaron por el sistema con aparente éxito y refulgente brillantez, y sin embargo perdieron lo mejor que traían en islas vacías de amor, como lana de oveja abandonada en los picos de la alambrada que van saltando los animales en su aborregada carrera.

Digo que hoy no quiero ser profesora porque me quiero salvar. Porque quiero salvar la decisión y el caracter que un día una educación a la deriva trató de echar por la borda, y que solo la fe en otra manera de educar logró recuperar.

Otra manera de educar es posible, y no está entre estas mesas de plástico marrón que aún nadan arrastradas por la corriente del sistema. Otra manera de ser es posible, y soy yo, y la decisión, la alegría y el coraje de seguir siendo, y educando, y viviendo... y salvándome.