miércoles, 24 de marzo de 2010

La cara B del mundo

Time and again, we see that the people who choose love over their careers, or even over the values of society are the ones who find real happiness. - Bill Maher

¿Podrá haber cosa más boba que dedicarse a pergeñar unidades didácticas que nunca van a ser puestas en práctica? Parece que estoy dedicando un año de mi vida a una farsa. En realidad aprendo haciéndolas, y al menos son una forma de hacer algo un poco creativo. Pero el tiempo se me echa encima, y por momentos me agobio, porque al final va a depender de la suerte el que me toque o no en el examen algo que lleve preparado.

Pero bueno, no merece la pena venirse abajo por esto. Hay el tiempo que hay, y yo no soy más que yo. Antes tenía esta visión de que vamos cargando con nosotros mismos, nos tocó nuestro cuerpo, pero sobre todo nuestra forma de ser en el reparto, y no tenemos más remedio que aguantarnos. Me veía a mí misma desde fuera, un metro o metro y medio por encima, según andaba por la calle o hablaba con la gente, como si fuera una marioneta.

A veces sigo teniendo una sensación de cobre en la boca, sobre todo al despertarme súbitamente, como si todo fuera irreal, la vida un paripé y nosotros, yo y el mundo, hubiéramos perdido completamente el rumbo y la perspectiva. Nos levantamos y nos hemos echado ya encima una serie de obligaciones que son absurdas. Se nos abre el día por delante, espera que descubramos sus regalos como en una caza del tesoro, y sin embargo lo único que hacemos es movernos como autómatas, sin tener tiempo para escuchar lo que realmente queremos, sin darle oportunidades a nuestro corazón para que se alimente de aquello que necesita, sin permitir a nuestra mente que procese aquello que nos está pasando. Somos tan ridículos como el conejo de Alicia, corriendo como loco porque su gigantesco reloj no le permitía parar.

Cuando estaba en aquel colegio del desierto manchego tenía un impulso real de pasar de largo del edificio del colegio y seguir con el coche hacia el este, hasta llegar al mar, y pasar mientras tanto por lugares tan remotos que no podía ni imaginar. Sentía la necesidad física de poner nombre y cara a todos esos sitios que apenas intuía, de saber cómo era la vida en ellos, de meterme en vena su espíritu como en una transfusión.

Pero siempre al menos un cuarto de hora antes ya estaba yo en el colegio organizando el largo día que quedaba por delante.

Ahora también querría estar en distintos sitios, quizá tratando con gente de verdad, aplicando en la realidad mis unidades didácticas, o tirándome el día observando cómo corren los becerros, con el rabo en alto que es señal de alegría, o viajando ligera de equipaje por paisajes desconocidos, haciéndolos míos, o sintiendo el ritmo de la lluvia que ahora simplemente aporrea la ventana, o acompañando a los demás en sus quehaceres y andando por un rato juntos, o alcanzando ese punto del swing en el que los latidos tuyos y míos se acompasan.

Pero estoy aquí haciendo unidades didácticas, mirándome unos pocos temas, y el tiempo me devora. A mí  precisamente, que odio las carreras contrarreloj. El tiempo va a llegar antes de lo que debería, pero aún así está bien que llegue de una vez, para que se cierre una etapa y pueda hacer balance de ella, y sobre todo empezar otra nueva.  Cuál será, aún no puedo tener mucha idea. Una más difícil que esta, eso casi seguro.

Y da miedo que así sea, da miedo lo difícil y desconocido, pero es también un temblor, un cosquilleo en el estómago, y un decir yo puedo,  y la certeza de que sólo va a poder ser a mi manera, aunque tenga que limpiar el vaho en el espejo de hielo donde algunos prefieren mirarse, y desde donde ven reflejados a los demás. Pero soy yo mucho más que lo que ese espejo deja traslucir.

Y cuando se cierre la etapa, veré que han quedado en la red más cosas de las que ahora puedo apreciar. Y más o menos acertada, condicionada por mi propia forma de ser, esa que me tocó en el reparto, aquí estoy cada día, abriendo un poquito más el agujero del futuro.

Eso va a bastarme para disfrutar y apreciar mi presente. Sé al menos lo que no quiero, y me muevo en dirección contraria, en un continuo saltar para que el fuego no me alcance. Ayer casi no leo el periódico porque en la última página había esta señora toda gorda que no sólo estaba orgullosísima de su falta de salud y de su nula fuerza de voluntad, sino que además iba a llevar estos principios hasta sus últimas consecuencias: se ha propuesto ser la tía más gorda del mundo.

Pero cómo puede la gente tener metas tan absurdas, no ver que lo que ellas quieren convertir en virtud no es más que una limitación, y en vez de luchar por reducir un poco esas limitaciones a las que todos tendemos, van y convierten esa limitación en el motor de sus vidas. Así pasa con todos los vanidosos, los huecos, los prepotentes, los aprovechados. Deifican sus impulsos más burdos. Realmente el surrealista caso de la señora que quiere ser la más gorda del mundo no es lo peor que podemos encontrar en el periódico. 

No me asusta el futuro, no me da miedo ni el éxito ni el fracaso, porque esos son conceptos que los demás se han inventado. No quiero que mi definición de éxito venga de aquellos que cifran los triunfos por las apariencias, que cierran los ojos a las corrientes subterráneas que alimentan las raíces. Yo quiero mi tiempo, mis sensaciones, quiero ser yo, esa que me ha tocado en el reparto. Lucho por lo externo en la medida que me da oportunidades para desarrollarme, toboganes para deslizarme, parques donde correr bajo los árboles.

Sé qué no quiero de la vida, y una vez más me alejo sin pretenderlo de toda esa gente que me repele. Por eso me quedo contigo, y con esos otros que viven en la cara B del mundo, y que siempre tengo la suerte de tener cerca; será porque queda el camino despejado al repeler como imanes a esos que llevan vino agrio en las venas. Me quedo con la humildad de los barrios, y con los que ponen amor en su trabajo, y con el conocimiento profundo y auténtico que no cotiza en bolsa.

Porque lo que más odio del mundo no es a la pobre señora gorda inmensa y feliz en su silla, sino a las dos maniquíes enlacadas y bobaliconas que posan a su lado, que alientan a la pobre mujer en su desvarío, que no se cortan en aparecer junto a ella, pensando las ingenuas que así resaltarán su belleza y su delgadez. Cuando lo único que queda de manifiesto es que son payasos del mismo circo.

¿Que no tengo sangre en las venas? Por fortuna no todo el mundo puede entender qué me corre a mí por las venas.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Orgullosa de la gente del toro

Escribo hoy para contar lo orgullosa que estoy de la gente que le gustan los toros. Orgullosa porque en todo este debate toros sí toros no han demostrado una gran serenidad y un tremendo saber estar.

Lo cierto es que en muchas ocasiones aguantan los taurinos insultos y comparaciones odiosas. La última hoy en El País, donde se equiparan a los toreros con chulos, verdugos, borrachos y no sé qué más.

Supongo que nos asiste la certeza de que los que insultan no pueden saber a ciencia cierta de lo que hablan. Y por ello no los tomamos demasiado en cuenta.

Pero aún así, para cualquier persona humana es lo más normal del mundo perder en un momento dado los papeles y descalificarse así a sí misma, lleve o no la razón.

Y sin embargo los taurinos permanecen fuertes y tranquilos, reafirmados en sus convicciones y en su afición. Se dedican a lo suyo, que es tratar de absorber hasta los tuétanos el cuerno de su pasión.

Admiro también a todos los aficionados taurinos que en sus blogs comparten su interés por los toros, que no pueden dejar de publicar entradas con asiduidad religiosa para intentar aplacar al gusanillo de la afición que los carcome. Aunque a veces los veo como pequeñas hormiguitas a las que se les va la vida en inútiles debates. Para muchos de ellos, todo en el mundo de los toros está mal: ganaderos, periodistas, toreros. Y sin embargo luego se desgañitan defendiendo un mundo sin el que no podrían concebir su vida.

Irónico, tierno y desconcertante a un tiempo. Son como niños peleándose y abrazándose al minuto siguiente. Pero me gusta todo eso: su pasión, su constancia, sus convicciones. Su generosidad y su confianza en la vida, que es lo mejor que nos enseña la infancia.

Me siento orgullosa de que a pesar de las diferentes opiniones que puedan tener, les une algo superior, que no es otra cosa que el amor, el profundo amor, por el arte del toreo.

Y me gusta usar la palabra amor porque el sentimiento de los toros no es más que eso. ¿Qué otra cosa podría mover así los corazones y hacer de sus gentes seres buenos?

Porque hay algo bueno en la experiencia de los toros. Sale la gente de la plaza, y ha asistido a un espectáculo catárquico, ha sentido la comunión con el resto del público, ha hecho suya la experiencia artística. Y por eso salen de la plaza los aficionados toreando por las calles los días buenos, o con unas ganas locas de sentir el orgasmo del arte aquellos otros días en los que los preliminares no son suficientes para aplacar el deseo. Sale la gente del fútbol, y destrozan medio mobiliario urbano.

Y me siento muy orgullosa de todos aquellos que han utilizado su inteligencia y su sensibilidad privilegiadas para profundizar en la esencia de los toros. He leído en estos días artículos geniales, brillantes y certeros que analizan los diferentes aspectos de las corridas.

Y como resultado son los toros más reales y auténticos que nunca. Para mí son muy importantes las palabras y las ideas, los razonamientos impecables, los atisbos de profundidad. Y el debate de los últimos tiempos ha dotado a la fiesta de unos argumentos intelectuales que vienen a unirse a los que otros pensadores no tan lejanos aportaron.

Es también esencial para mí el rodearme de gente buena, desprendida y apasionada. De gente deseosa de compartir sus valores, de abrirse a los demás y de aportar buenas vibraciones. Y por ello me siento, finalmente, terriblemente afortunada de encontrar en la familia taurina gente que, más allá del interés común, satisface mis aspiraciones.

viernes, 5 de marzo de 2010

Rumiando

A veces se levanta una ya cansada. Cansada por todas las cosas que se tienen, que se quieren hacer, y desanimada porque el tiempo apenas da de sí.

Siempre he creído que la inteligencia está sobrevalorada. La única manera de desarrollar una habilidad, de ser experto en algo, es dedicar tiempo a esa materia. Pero es muy difícil caminar por la vida en línea recta: hay bifurcaciones que te confunden, recodos de colores suaves que te invitan a adentrarte en ellos, puertas laterales que alguien dejó entreabiertas, paisajes maravillosos que debes contemplar.

Quizá no necesite mucha inteligencia para caminar por el mundo, pero sí que agradecería un poco de capacidad para poder manejar varios asuntos a la vez, para multiplicar así el tiempo y hacer más largos los días ligeros que apenas tienen tiempo de posarse en mi vida.

Pero no es así en mi caso: necesito centrarme en lo que hago para poder sacarle el jugo. De lo contrario, si me disperso, si tengo la atención dividida, si no dedico tiempo a lo que hago, parece que no he vivido, que es otra la que como una máquina escacharrada chirría y avanza a trompicones que no llevan a ninguna parte. Si acaso, al camposanto de piezas oxidadas.

Otros pueden correr, avanzar, lograr objetivos como si estuvieran reventando a velocidad de vértigo las burbujas que dan puntos en un videojuego. Lo mío es el camino largo y lento, en el que necesito disposición para vivir y tiempo para masticar lo vivido. Soy una rumiante de la vida: son más auténticos los hechos cuando los tamizan mis cuatro estómagos internos.

Por eso ahora dejo todo a un lado y me pongo a escribir, a rumiar, a digerir. A poner a funcionar los jugos gástricos y expulsar de mi organismo los restos de esta digestión pesada. Y ahora, solo ahora, puedo regresar a ese mundo que ahí fuera sigue dando vueltas sin mí.

Soy como un viejo tren que va haciendo parada en todas las estaciones. Para otros queda el Ave, la alta velocidad, las grandes ciudades. Yo avanzo por los pueblos, sin llegar a ser nunca experta en nada, frustrada a veces por los altos destinos que están más allá de mi alcance. Pero sigo y sigo dando vueltas a mis ruedas, echando carbón a la maquinaria, porque sé que en alguna esquina me espera humilde la gota de emoción que otros arrojaron con fuerza fuera de sus bolsillos.