viernes, 17 de abril de 2015

La "a" de la Alamedilla

Paseo por la ciudad empujando el carro de mi pequeña sobrina. Qué triste es oír a la hora del recreo los gritos de los niños en sus jaulas de cemento. La alegría de los niños es única y seguramente no la podamos arrebatar pese a encerrarlos en nuestros esquemas de adulto. Pero dónde quedan la libertad del espacio abierto, el amor de los árboles, la belleza de la naturaleza, el acogimiento de la tierra. Tiene que haber más aire, más flexibilidad y juego.
Un poco más allá, dos operarios terminan de pintar entre palomas, lenta y concienzudamente,la última "a" del nombre "Parque de la Alamedilla" que decora el suelo. Me entran ganas de sacar a Teresa del carro y de subirla bien alto para gritarle "¡Gracias!" a los hombres, para decirles que sabemos que trabajan para los niños, que vemos el amor en la pequeña labor de pintar una a, que apreciamos su delicadeza, para que sepan que tienen el trabajo más bonito del mundo y que lo están haciendo de la mejor manera. Con su entrega y cuidado en realizar su tarea, echan un par de terrones en la taza de mi tristeza, hecha del cemento y la soledad de los patios de colegio.
Cuando llego a casa el azúcar aún no se ha diluido. Siento el amargor de las escuelas rígidas, regidas por relojes de agujas que se clavan como el huso que hace dormir a las princesas.
Pequeña sobrina, ¿cómo escapar a estructuras que olvidaron su sentido, donde hay que pintar aes de blanco sobre el asfalto, como los cisnes del parque, como las nubes que se reflejan en el estanque, robando minutos a los relojes implacables? Quiero llegar a casa y arrebujarme entre las sábanas. Después, cojo la cuchara y deslío el par de terrones de azúcar que nos han ofrecido los operarios.
Te prometo, niña, que voy a seguir buscando la escuela donde los niños nos enseñéis a ser felices, donde los profesores no podamos robaros la alegría ni los adultos encarcelarla entre barrotes. Quizá exista en alguna parte esa escuela de los profesores felices. Y si no existe, la voy a pintar de blanco para ti, lenta y concienzudamente, con el amor pequeño de los mendrugos de pan que mi abuela, la que a ti te ha dejado su nombre, iba acumulando en una bolsa para que alimentáramos y así aprendiéramos a querer a los patos del parque.