sábado, 3 de octubre de 2015

Incoherencia

El toreo es el arte de la verdad. No cabe el pico, la trampa, lo fácil. Puede que se engañe al público, pero jamás al entendido. Es un arte para iniciados. Criar toros bravos es un oficio que solo puede acometerse desde el romanticismo; al menos eso es lo que me enseñaron en casa. He conocido manipuladores, peseteros, interesados y soberbios en este mundo, pero jamás han sido amigos de mi padre. He visto sufrir muchas veces a mi padre, en su sensibilidad honda hecha de espigas y arcilla. Creo que todas estas vivencias marcan: aspiras a la coherencia, y conoces su precio.

He heredado de mi padre esa sensibilidad primigenia, y nunca podré saber con certeza si se trata de un don o de una envenenada carga. Es una tendencia instintiva a detectar la mentira, la falsedad, la incoherencia. Prende en las vísceras como un fuego que sube a la garganta. La diferencia es que mi padre, a sus más de setenta años, no es consciente de ella. El resultado es que sigue manteniendo la inocencia y que seguirá sufriendo hasta el día que se muera. Eso sí, lo hará rodeado de gente sencilla y buena.

Yo, en cambio, soy consciente del peso que este don envenenado encierra. Y lucho y me rebelo, y bajo y vuelvo a subir, y hasta he llegado a encerrarlo, a pisotearlo y hasta casi aniquilarlo. Pero la serpiente acaba regresando porque anida en mi corazón. Sé que cada uno ve el mundo desde donde lo mira, y yo veo la incoherencia porque por temperamento y por experiencia he conocido la verdad y la coherencia.

Hoy he venido a preguntarme por qué me molesta tanto la incoherencia. Quizá es porque sé del pesado precio que se paga por ser fiel a uno mismo, por no traicionar a los otros, por saber cuáles son tus principios: el precio de ir por el camino menos hollado. El camino de la soledad, del silencio, de los espacios eternos como campos de cereal. Ahora sé que es así, y lo acepto, y sé también que no podría ser de otra manera.

Y la única manera que yo conozco de seguir luchando contra molinos de viento y no acabar como un caballero loco montado en su jamelgo es venir hasta aquí, y transformar los sentimientos en una sucesión de letras.


Así mañana podré seguir creyendo y sintiendo, cabalgando al lado de los sanchopanzas del mundo que llenan la tierra de vulgaridad y torpeza como los malos toreros aclamados por la masa.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Ser del revés

Que yo soy al revés, siempre lo he sentido. Ahora, además, lo sé. Esto, sin duda, añade complicación a la tarea de crearse una vida a la medida. Esta noche me desvelé. Dicen que la conciencia tranquila permite dormir a pierna suelta. Yo creo que se concilia mejor el sueño desde la falta de conciencia. Para entrar en mi casa en ferias, mi marido pega patadas a vasos y platos de plástico sucios que depositan los comepinchos de las casetas en el escalón del portal. El esfuerzo no siempre produce resultados. En ocasiones hacer lo correcto es la manera más segura de no alcanzar el éxito. La suerte es para los que no la necesitan. El mal existe, y está dentro de cada uno de nosotros. Para unos pocos elegidos, vivir supone un palacio de cristal con las paredes empapeladas de billetes. Para los demás, la única dignidad disponible es la de afrontar la adversidad. Vivir de puertas adentro: eso es lo que nos queda a los que vamos al revés. Sentir tanto es bueno para algunas cosas, supongo. Quizá para desarrollar un talante artístico. Para todo lo demás, es malo. Navegar sin que los golpes de timón los dicte el estado de ánimo, ese es el reto. De vez en cuando dar un golpe sobre la mesa y decir aquí estoy yo. Eso, sabe a gloria. Trabajar en un sistema donde los principios coinciden con mi revés, pero la práctica se hace conforme a la derecha del mundo. Es decir, todo al revés. Este curso he caído en un desierto. Un secarral. Perfecto. Seguramente en este momento así tenía que ser. Algo esencial va a salir de esto, aunque ahora mismo mi imaginación no logre crearlo. Hay oasis, pero no están en este sistema. Sé que acabaré en uno de ellos, pero aún queda un largo camino. Ser del revés es sentir la soledad, el sinsentido, la pena. Escribir para no perder la cordura. Porque la vida no es esfuerzo, ni éxito, ni lucha, ni buenas obras. Es solo encontrar la belleza en medio del caos. Hacer surf en la ola del huracán para mantenerse en el vórtice. Y así desplazarse a velocidades de tormenta tropical. Destrozar y arrasar, conocer el mal, y después volver a crear. No existe ley ni orden, beneficios o cuenta de resultados. Al menos así creo que es para los que vivimos al revés. No es mucho, vivir así. Eso es lo cierto. Algunas pocas veces compensa. El resto es cansancio, lucha inerme, esfuerzo en vano. Solo queda tratar de no bambolearse en exceso. Y esperar esos momentos en que sientes con los niños y con los árboles, y eres risa, frescor intenso, juego, inocencia y una enorme posibilidad que dará al mundo la vuelta. Y entonces alguien te abraza, te ve sin mirarte, y se dirige directamente a la semilla de desazón y prodigio que se agazapa en tu estómago mientras te espeta un "me encantas".
Dibujado por CSB

jueves, 3 de septiembre de 2015

El horror a cada ola

Ahora nos echamos las manos a la cabeza porque vemos un niño muerto. ¿Acaso me vais a decir, de verdad me lo vais a decir, que no sabíamos el sufrimiento del absurdo montón de niños que mueren injustamente cada día, todos los días, y ahora mismo mientras yo escribo esto, y después otros cuantos, mientras tú lo lees? Hoy, yo la primera, vomitamos la comida. ¿Y luego? Ah, sí, exigimos ayuda humanitaria. Exigimos, digo. Y para ello le damos a un botón del facebook. Eso, que alguien haga algo, que den dinero, que manden aviones que tiren bombas o corazones de papel. Puagh. Veo al niño muerto, y veo a todos a los que nuestra hipocresía le queda por matar. Ah, no, que tú no tienes nada que ver. Es verdad, que tú solo pasabas por aquí y este mundo de asco no lo inventaste tú. Que tú no llevas dentro la parte de muerte y horror, que tú no te agarras como una garrapata a tus privilegios del primer mundo, que los bárbaros son otros, que el mundo es de otros. Que a esos niños los van a salvar tu dinero, tu buen corazón, tus exigencias, tus vómitos. Pues sigue vomitando, o para, porque si no nos volveríamos todos locos. Pero mira un día de tu vida, un solo día, y dime que no hay nada en ti ni en las estructuras de las que disfrutas que participa del horror. Dime que no, y no habrá esperanza. Quedará la muerte, el vómito, tu dinero que a nadie salva, tus exigencias que nada cambian. Resulta que vamos todos de salvadores del mundo, y en nuestros esfuerzos por hacer el mundo a nuestra medida condenamos al otro. Creo que desde lo que somos y hacemos, es imposible que el mar deje de traer el horror a cada ola. Ojalá podamos paliar algo desde nuestras limitaciones, eso sin duda ya será mucho. Y, sin embargo, nada cambiará, porque nosotros seguiremos siendo los mismos.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Centrifugación

Tengo tanto que agradecer, sentir, aprender, leer, profundizar, vivir, amar, además de tantas lavadoras por poner y gente por abrazar, que no sé por dónde empezar. ¿Por la ropa blanca? En serio, ¡me siento yo misma como una lavadora en plena centrifugación! 

Qué vértigo con tantas cosas nuevas que van a reiniciarse. Muy emocionada, deseando que el amor que tengo dentro con ganas de salir se vaya haciendo más grande, como un globo que se va hinchando con fuerza e ilusión; confiando en que en este nuevo año académico que empieza el globo y yo salgamos volando después de unos meses planeando a ras del suelo montada en un máster de coaching que no me llevó a donde yo quería. Vuelvo a mí, al aire y al viento, y me dejo arrastrar como el polen de las flores. 

Me pongo en manos de algo y de alguien más grande que yo, y me limito a sentir mi corazón y a sujetarlo mientras se desborda a manos llenas: ese es el trato. Es la única manera que yo conozco para que el viento te suspenda en el aire y te lleve a nuevos lugares donde crecer y enraizarte. Vale, lo tengo más claro: tiendo la lavadora y me pongo con este trabajo pendiente que deje lugar a lo nuevo. Pero siempre desde el presente, creando y creciendo, sintiendo y siento. 

Hoy también voy a soplar el globo, porque estoy convencida de que cada día trae exactamente lo que necesito. Incluido un montón de ropa sucia y un trabajo por hacer al que no acabo de verle el sentido.

viernes, 17 de abril de 2015

La "a" de la Alamedilla

Paseo por la ciudad empujando el carro de mi pequeña sobrina. Qué triste es oír a la hora del recreo los gritos de los niños en sus jaulas de cemento. La alegría de los niños es única y seguramente no la podamos arrebatar pese a encerrarlos en nuestros esquemas de adulto. Pero dónde quedan la libertad del espacio abierto, el amor de los árboles, la belleza de la naturaleza, el acogimiento de la tierra. Tiene que haber más aire, más flexibilidad y juego.
Un poco más allá, dos operarios terminan de pintar entre palomas, lenta y concienzudamente,la última "a" del nombre "Parque de la Alamedilla" que decora el suelo. Me entran ganas de sacar a Teresa del carro y de subirla bien alto para gritarle "¡Gracias!" a los hombres, para decirles que sabemos que trabajan para los niños, que vemos el amor en la pequeña labor de pintar una a, que apreciamos su delicadeza, para que sepan que tienen el trabajo más bonito del mundo y que lo están haciendo de la mejor manera. Con su entrega y cuidado en realizar su tarea, echan un par de terrones en la taza de mi tristeza, hecha del cemento y la soledad de los patios de colegio.
Cuando llego a casa el azúcar aún no se ha diluido. Siento el amargor de las escuelas rígidas, regidas por relojes de agujas que se clavan como el huso que hace dormir a las princesas.
Pequeña sobrina, ¿cómo escapar a estructuras que olvidaron su sentido, donde hay que pintar aes de blanco sobre el asfalto, como los cisnes del parque, como las nubes que se reflejan en el estanque, robando minutos a los relojes implacables? Quiero llegar a casa y arrebujarme entre las sábanas. Después, cojo la cuchara y deslío el par de terrones de azúcar que nos han ofrecido los operarios.
Te prometo, niña, que voy a seguir buscando la escuela donde los niños nos enseñéis a ser felices, donde los profesores no podamos robaros la alegría ni los adultos encarcelarla entre barrotes. Quizá exista en alguna parte esa escuela de los profesores felices. Y si no existe, la voy a pintar de blanco para ti, lenta y concienzudamente, con el amor pequeño de los mendrugos de pan que mi abuela, la que a ti te ha dejado su nombre, iba acumulando en una bolsa para que alimentáramos y así aprendiéramos a querer a los patos del parque.

lunes, 9 de marzo de 2015

La jaula de la más terrible barbarie

Me despierto con unas fotografías que alguien ha catalogado como terribles. Califica a los perpetradores de los hechos con los peores epítetos (y aún se queda corto ese alguien en su intento de desahogo), y dice no ser capaz de quitarse esas imágenes de la cabeza. Entonces miro las instantáneas de refilón: no puedo dejar de llorar desde entonces.

Leo al pie de las fotos que decapitan a mujeres y niños por motivos religiosos. Una primera fotografía de un adulto que corre llevando en brazos a un niño de dos años ensangrentado. Y al lado la imagen de lo que nunca podrá tener explicación: un grupo de diez o doce niños encerrados en una jaula de su tamaño. De pie, quietos, inmóviles. ¿Quién podría quitarse esa imagen de la cabeza? ¿Cómo hacemos para mandarla a un rincón de nuestras vidas donde el mundo pueda seguir adelante?

Porque el mundo sigue adelante. En Oriente y en Occidente. Con las mismas luchas de poder, con el mismo afán de domininio, con idénticos individualismo y egoísmo. Aquí no tenemos luchas de religión: ese servicio ya nos lo rinde el nuevo dios del capitalismo. Aquí adoramos a la felicidad, la vendemos en papel de celofán, y no estamos dispuestos a reconocer que en realidad estamos hablando de mercantilismo (claro, porque entonces ya no tendríamos negocio, sociedad ni dios).

A mí me parece que de alguna manera tiene que haber una conexión entre nuestros valores trastocados y los niños en su jaula. Que no es solo cosa de unos locos fanáticos, sino el resultado del caldo de cultivo en el que todos estamos anegados y al que contribuimos. ¿Cómo si no podría tener lugar una barbaridad de tanta magnitud?

Nuestra manera de pensar y actuar crea jaulas todos los días: la más bestial la de esos niños lejanos que a muchos no se nos podrán quitar de la cabeza. Golpea la realidad y sus efectos a los más pequeños, a los más confiados, a los más inocentes, destrozándoles a ellos y al mundo para siempre. Pero a ellos, sobre todo a ellos. Lo que ha ocurrido ya no tiene remedio; y seguramente podrá ser, y ya lo sea, peor todavía.

Me quedo con la imagen del adulto corriendo con el niño en brazos. ¿Huirá, pedirá ayuda? ¿La encontrará, habrá esperanza para ellos? ¿Qué esperanza queda para nosotros? No nos explicamos cómo es posible que esto suceda, y sin embargo sucede delante de nuestras narices. O, más exactamente: detrás. Porque no miramos, no estamos mirando, incluso cuando parecemos ver. 

En lo alto de la Peña de Francia, donde el universo siempre habla, leíamos ayer cómo Jesús expulsó a los mercaderes del templo. En eso se había convertido la religión, y en eso se ha convertido nuestra sociedad de dioses paganos. No hay diferencia entre la lucha de las religiones en Oriente y las luchas por la primacía económica de Occidente. 

El mercantilismo nos enjaula a todos cada día vendiéndonos libertad en forma de palomas de la paz. Palomas que, claro está, compramos, buscando el sentido y la salvación. Si no fuera así, si nuestros valores fueran distintos, ¿no creéis que podríamos llegar a liberar a todos los niños de sus jaulas? Pero, sin embargo, tantos niños siguen sufriendo y muriendo a cada palabra que tecleo. Los que sobrevivan quedarán dañados para siempre, y el mundo con ellos.

No creo que haya solución. Admiro a los misioneros que no pretenden cambiar el mundo, a los que no les importa lo mal que parece estar todo, los que no pierden el tiempo tratando de econtrar explicaciones; los que miran de frente, y no de refilón como yo, a las realidades más duras. Los que simplemente acuden a la herida para taponarla, y mantienen incólumes la esperanza y la fe en el hombre a pesar de saber que nada podrá cambiar. Y es por esa misma certeza de saber que todo seguirá igual, pero que aún así merece la pena, por lo que su trabajo, más allá de las hemorragias que a veces logran contener, nos regenera a todos.

¿Qué hacer hoy, qué hacer ahora? Ante todo escribir, pararse y escribir, pensar cómo todo puede encajar y cómo seguir hacia adelante enfrentando las lágrimas que las imágenes, ya imborrables, provocan. Es el trabajo callado, los gestos de amor invisibles, la fe inamovible los que pueden salvarnos. Coge a tu niño en brazos y huye de los vendedores de humo, de la trampa del mercantilismo donde todo tiene un precio, de la lucha de egos, de los envoltorios vacíos, de los cadáveres olvidados en las cunetas del camino.

Hoy puedes trabajar por ti y por los demás, hoy puedes dar sin buscar nada a cambio, hoy puedes ser sin esperar reconocimiento ajeno, hoy puedes elegir amarte y amar al mundo (hoy, precisamente hoy, que necesita ser más amado que nunca). Hoy puedes coger a tu niño, abrir la puerta y lanzarlo a la libertad. Podemos elegir dejar de protegernos de la barbarie, de las lágrimas, del sinsentido. Elegir no luchar, no nadar a contracorriente, cerrar los oídos a los mercaderes de felicidad, al ego y al individualismo; a todo lo que nos mide por los valores que solo se ven desde el exterior y que acaban por convertirse en moneda de cambio.

Hoy, más que nunca, no tenemos más elección que mirar hacia dentro y salir para afuera. Saber que somos, que sentimos, que queremos y que amamos superando los marcos que los dioses paganos tratan de imponernos. Que podemos salir de nuestra jaula, y ayudar a otros haciéndolo, y que otros nos ayudan a nosotros. 

Aunque esos diez o doce niños que permanecen quietos e inmóviles en la imagen queden ya atrapados para siempre, en su jaula y en nuestra memoria.


lunes, 2 de marzo de 2015

PEQUEÑO MAMUT

En una pequeña cueva vivía Pequeño Mamut. Como a todo mamut, su madre le había enseñado a hibernar durante once meses al año, para poder crecer así fuerte y sano. Solo al mes doce, coincidiendo con el brotar de la primavera, podrían salir los mamuts fuera para buscar más comida que les permitiera afrontar el duro y largo invierno. Es bien sabido que los mamuts habitan en zonas gélidas donde el invierno se extiende durante once interminables meses. Después, tras las cuatro semanas de primavera, todos los mamuts regresan a sus cuevas.

Pequeño Mamut se aburría mucho dentro de su cueva. Para pasar el tiempo pintaba historias en las paredes. Su madre abría el ojo y le regañaba: “Pequeño Mamut, ponte ahora mismo a dormir que tienes que crecer sano y fuerte”. Pequeño Mamut se echaba la manta de hojas por encima, pero al rato se aburría y se ponía de nuevo a contar historias en las paredes. Esperaba fervientemente que volviera esa primavera de la que todos hablaban y que él, por ser aún muy joven, no había conocido nunca.

¿Qué criaturas habitarían ahí fuera? ¿Esos animales a los que llaman pájaros? Entonces quizá podría escuchar sus cantos y contarles él sus historias, esas que ahora estaban en la pared sin que ningún mamut les prestara atención, más que para reñirle por pintar en vez de dormir y por emborronar las paredes. “¿Serán los pájaros amigos míos? ¿Les gustarán mis historias? ¿Podré contarles mis cuentos?” Pequeño Mamut se moría de ganas de poder salir de aquella cueva oscura y aburrida donde todos dormían y nadie le hacía caso.

Poco a poco comenzó a llegar la primavera y a sentirse su aroma embriagador desde la cueva. Entonces, Pequeño Mamut dejó de pintar en las paredes. Su madre estaba contentísima: “Este niño que bien me duerme, y cada día está más gordo y fuerte”. Cuando explotó la primavera, la madre entusiasmada fue a llamar a Pequeño Mamut, pensando en lo feliz que este se pondría. Pero Pequeño Mamut dormía tan profundamente que la madre no logró despertarlo.

“Pequeño Mamut, Pequeño Mamut, despierta”. Pero Pequeño Mamut no abría el ojo. Entonces su padre se acordó de cómo en cierta ocasión habían despertado a una cría de marmota que dormía tanto que a punto estuvo de perderse la primavera. Y fue a por un cubo de agua al riachuelo cercano, que ya corría deshelado. En la pradera, el resto de pequeños mamuts ya jugaban y brincaban y retozaban en la hierba. “Pequeño Mamut, te voy a tirar este cubo de agua por encima como no te levantes”.

Al oír estas palabras, Pequeño Mamut saltó de su cama de hojas sin ni siquiera pensarlo. “Jo, papá, qué fastidioso eres”, dijo. Y se fue a la calle. La hierba era de un verde fresco y limpio que él no había contemplado jamás, acostumbrado como estaba a la vegetación húmeda de la cueva. Ahora era tierna, intensa, rozagante.

Por las noches, Pequeño Mamut no dormía: visitaba a las aves nocturnas, escuchaba sus historias y le contaba las suyas. Por el día, acompañaba a su familia a cazar, se bañaba en el río, retozaba en la hierba y jugaba con los otros pequeños mamuts.

Cuando la primavera llegó a su fin, todos los mamuts tomaron sus pesadas presas cazadas y regresaron a sus cuevas. Pero ¿sabéis qué? Nuestro Pequeño Mamut había aprendido con sus amigas las aves nocturnas a cazar por la noche, y por el día contaba cuentos entre el cobijo de los árboles a todos los animales que acudían a escucharle. Se corrió la voz de que Pequeño Mamut contaba historias nunca antes oídas y venían por cientos a escucharle de más de ocho leguas a la redonda.


Y cada primavera, cuando los mamuts abandonan por un tiempo la cueva, su familia y amigos se sienten orgullosos del pequeño mamut que se quedó en el bosque contando historias, y que cada día crece más grande y fuerte. 

Curso Cuentos para crecer y hacer crecer
La Casa del Lector 28/03/2015

jueves, 12 de febrero de 2015

Mañana de jueves

Jueves por la mañana. Un día cualquiera. ¿Qué banda sonora me pongo para acompañar el momento de levantarse y, después, las tostadas con mermelada? No suena la música que daría forma a lo que siento, a esta difusa sensación de esperanza y melancolía trituradas juntas en el vaso del sueño. Así que apago el Spotify y me vengo aquí, a mi rincón inundado de papeles y tareas pendientes, a por una pajita con la que sorber todo el jugo y beberme la mañana que se ofrece a través de los cristales, a pesar de la ciudad y su soledad de hormigón. 

En sueños reinvento el pasado que nunca tuve pero que tanto anhelé construir. Después resuelvo dejar de lado la felicidad que succiona como el mecanismo de un fregadero americano, y me entran las prisas porque, en ese mismo sueño, tengo que acudir a unos cursos en Valladolid, y no hay manera de llegar hasta allí. Qué absurdo soñar, confundir lo que se quiso con lo que nunca fue, sentir a pesar de todo la melancolía de no ser ya joven y con la piel abierta a las heridas. 

Despertar a la madurez, y ponerse a bailar con cualquier música. Mirarse en el espejo del salón y preguntarse qué arrugas son estas después de cinco años pasados en la irrealidad pegajosa de los sueños. ¿Tanto tiempo ha transcurrido? ¿Hace ya tantos años que comencé a ser otra? Pienso que en medio de la pesadez del sueño también ha habido jornadas de sol, de campo y de espíritu infantil. Y que eso es la vida, y que mucha más vida quiero, vida a borbotones, a alegría, a naturaleza, a tardes braceando en la luz del día. 

Ah, esa sensación de flotar, de deslizarse, de ser, de amar. De escaparme a Tamames en las tardes de octavo a jugar en el frontón, de ponerme una gorra a los veinte años y dar patadas a un balón con las amigas de la época (que en esencia continúan siendo las mismas), de comprar natillas donde Tina para comerlas con ansias de amor juvenil buscando el frescor del verano, de tomar cada día una foto juntos en los paseos cotidianos de La Adrada, de hacer un picnic en el camino de La Venta y surfear la ola perfecta con mi sobrino en brazos. 

Creo que eso es la vida, y que eso será lo que recuerde en el momento de morir. Esa es la mochila del pasado, cuyo peso servirá para ayudarme ahora a reconocer la luz, a buscarla, a ahondar en ella. A perseguirla pese a que la luz de lo vivido a veces se vuelva un cargamento de piedras. ¿Cómo será volver a la laguna e ir tirando esas piedras una cada vez, contemplando cómo los círculos se ensanchan hasta perderse en la orilla, hundiéndose al tiempo que los guijarros en la calma recobrada, quedándose un rato en el milagro de las aguas recuperadas como nunca lo haría un corazón de cristal disuelto en pedazos de hielo ardiente?

Es la mañana de un jueves cualquiera. Este jueves. Hoy. Montada en la ola de mi vida, trato de remontar las ondas aun pequeñas; de mantenerme sobre ellas, de alejarme de la arena revuelta y húmeda.

Vuelven los días de sol, en los que es fácil surfear en la luz, dejarse arrastrar por las olas, jugar con ellas, cogerse de la mano y adentrarse en el mar.

Las mañanas en las que sentir el amor a través de la ventana; las tardes en las que nadar y dar las gracias.

Vuelven porque hoy, esta mañana cualquiera de jueves, estoy montando esta pequeña ola, empecinada en mantenerme en pie; olvidada de las grandes corrientes del océano, al margen por igual de las oleadas altas de los viejos surferos y de las pisadas borradas en la orilla. 

Vuelven porque el único mandato es el de vivir la luz, navegar en el día, montarse en la ola, y ser  feliz. 

Volverán el amor y la luz, como han vuelto repetida y empecinadamente en los últimos años, y un día agradeceré lo que tuve, perdonaré y me bañaré desnuda, las carnes ya ajadas, en la luz de lo que fue mi vida, en la luz de lo que es, en un continuum sin fin, y que me arrastrará hasta que en la hora de mi muerte, quizá un jueves cualquiera, pueda decir que fui fiel a la luz y al amor que me entregaron como una bola, a través de mi madre y mi padre y de sus madres y padres, en el momento del parto de mi madre.

Sí, regresan el amor y la luz porque hoy me encuentra la mañana bailando a una música cualquiera, asomada a la ventana, y montándome en esta pequeña ola en la que trataré de mantenerme, levantándome cuando sea necesario, a lo largo del día. Y por la noche daré las gracias, y soñaré con más luz y más amor, que viene del pasado y se proyecta en el futuro, y que voy aprendiendo a reconocer y revivir, a apresar y a liberar, a pilotar y a dejarme arrastrar por él en la marejada del presente incipiente. 

Como los conjuntos que tanta zozobra me causaban en el colegio de pequeña, aúno el amor de los sueños y las ansias del futuro, en dos círculos que interseccionan en esta mañana de jueves, donde sigo recordando el deber de amar, de impulsarse, de sentir y de reconciliarse. Porque en los días cualquiera el único deber es el de montarse en la ola, pequeña como hoy la trae el mar, y ser feliz.

Porque como dice María, mi sombra María: "Mi meta en la vida es ser FELIZ. Como sea. Ni tener dinero, ni trabajo, ni novio ni nada que no implique SER FELIZ."

Sí, el único mandato es el de ser feliz. Y desde ahí dejo el ordenador, y me monto en la ola.

jueves, 5 de febrero de 2015

Salvándome

Sueño con mi antiguo colegio. Largos corredores, pesadas escaleras, corrientes a través de la ventana, tos impertérrita, polvo en el suelo, frío en las rodillas. Mis padres esforzándose por darme la mejor educación. Yo en manos de las monjas sin corazón. Me lo decía mi madre: ¿pero qué te pasa, si antes eras decidida, alegre, independiente? Me lo repite mi hermana: Me hacías daño porque volvías a casa (tras la semana en el internado) y ya no eras cariñosa.

Sueño con el colegio, al que durante muchísimos años evitaba mirar volviendo la cabeza si tenía que pasar por allí, y me digo que ya no quiero ser profesora. Que ya no quiero serlo más porque las cosas no han cambiado tanto. Sueño con las mesas aisladas de formica marrón de mi clase de 2º de BUP, y una de mis actuales compañeras de trabajo da allí, en mi sueño, clases de historia. Menos mal, me digo, porque es una compañera a la que admiro por su energía, su compromiso, su saber, su profesionalidad.

Pero aún así, nada cambia. Las mesas de formica, una a una, como islas de un archipiélago al que han dejado de llegar barcos. Un chico en la esquina parece que ya no se entera de nada. La profesora lo nota y le anima, aunque con cierto sarcasmo. Al menos no lo ha ignorado, y siento en sueños cierto alivio.

¿Habéis traído la entrevista?, pregunta la profesora luego. Y yo de nuevo respiro un poco pensando que a pesar de los contenidos teóricos hay lugar para un trabajo más personal e interesante.

Pero sigo atrapada en el aula de mi olvidado colegio, entre silencios, sueños muertos, alegrías abortadas, tristezas sobrevenidas, inseguridades aprendidas. Y no quiero ser más profesora. Porque ya he salvado a muchos alumnos, con mis palabras, mi dedicación, mi manera de trabajar, mi atención. Con mi vocación, mi compromiso, mi entrega y mi ardor.

Y ahora quiero seguir salvándome a mí. Porque no quiero que naufrage la ilusión, que se ahogue la decisión que un día el colegio me robó y que pude recobrar a través de la fe en el poder de la educación; porque no quiero que mi pasión incorrupta se hunda al chocar con el iceberg de un sistema que sigue anclado en aquellas prácticas de hierro y hielo.

Un día me hice profesora para lanzar un salvavidas a todos los que el sistema dejó de lado, a aquellos que experimentaron el fracaso y la incapacidad de las que yo, gracias a mi facilidad y a mis horas de estudio, estaba condenada a escapar.

Hoy pienso que ya no quiero serlo más. Que ya no quiero ser profesora para salvar así a aquellos y a aquellas que, como yo, pasaron por el sistema con aparente éxito y refulgente brillantez, y sin embargo perdieron lo mejor que traían en islas vacías de amor, como lana de oveja abandonada en los picos de la alambrada que van saltando los animales en su aborregada carrera.

Digo que hoy no quiero ser profesora porque me quiero salvar. Porque quiero salvar la decisión y el caracter que un día una educación a la deriva trató de echar por la borda, y que solo la fe en otra manera de educar logró recuperar.

Otra manera de educar es posible, y no está entre estas mesas de plástico marrón que aún nadan arrastradas por la corriente del sistema. Otra manera de ser es posible, y soy yo, y la decisión, la alegría y el coraje de seguir siendo, y educando, y viviendo... y salvándome.