En una pequeña cueva vivía Pequeño Mamut.
Como a todo mamut, su madre le había enseñado a hibernar durante once meses al
año, para poder crecer así fuerte y sano. Solo al mes doce, coincidiendo con el
brotar de la primavera, podrían salir los mamuts fuera para buscar más comida
que les permitiera afrontar el duro y largo invierno. Es bien sabido que los
mamuts habitan en zonas gélidas donde el invierno se extiende durante once
interminables meses. Después, tras las cuatro semanas de primavera, todos los
mamuts regresan a sus cuevas.
Pequeño Mamut se aburría mucho dentro de su
cueva. Para pasar el tiempo pintaba historias en las paredes. Su madre abría el
ojo y le regañaba: “Pequeño Mamut, ponte ahora mismo a dormir que tienes que
crecer sano y fuerte”. Pequeño Mamut se echaba la manta de hojas por encima,
pero al rato se aburría y se ponía de nuevo a contar historias en las paredes.
Esperaba fervientemente que volviera esa primavera de la que todos hablaban y
que él, por ser aún muy joven, no había conocido nunca.
¿Qué criaturas habitarían ahí fuera? ¿Esos
animales a los que llaman pájaros? Entonces quizá podría escuchar sus cantos y
contarles él sus historias, esas que ahora estaban en la pared sin que ningún
mamut les prestara atención, más que para reñirle por pintar en vez de dormir y
por emborronar las paredes. “¿Serán los pájaros amigos míos? ¿Les gustarán mis
historias? ¿Podré contarles mis cuentos?” Pequeño Mamut se moría de ganas de
poder salir de aquella cueva oscura y aburrida donde todos dormían y nadie le
hacía caso.
Poco a poco comenzó a llegar la primavera y a
sentirse su aroma embriagador desde la cueva. Entonces, Pequeño Mamut dejó de
pintar en las paredes. Su madre estaba contentísima: “Este niño que bien me
duerme, y cada día está más gordo y fuerte”. Cuando explotó la primavera, la
madre entusiasmada fue a llamar a Pequeño Mamut, pensando en lo feliz que este
se pondría. Pero Pequeño Mamut dormía tan profundamente que la madre no logró
despertarlo.
“Pequeño Mamut, Pequeño Mamut, despierta”.
Pero Pequeño Mamut no abría el ojo. Entonces su padre se acordó de cómo en
cierta ocasión habían despertado a una cría de marmota que dormía tanto que a
punto estuvo de perderse la primavera. Y fue a por un cubo de agua al riachuelo
cercano, que ya corría deshelado. En la pradera, el resto de pequeños mamuts ya
jugaban y brincaban y retozaban en la hierba. “Pequeño Mamut, te voy a tirar
este cubo de agua por encima como no te levantes”.
Al oír estas palabras, Pequeño Mamut saltó de
su cama de hojas sin ni siquiera pensarlo. “Jo, papá, qué fastidioso eres”,
dijo. Y se fue a la calle. La hierba era de un verde fresco y limpio que él no
había contemplado jamás, acostumbrado como estaba a la vegetación húmeda de la
cueva. Ahora era tierna, intensa, rozagante.
Por las noches, Pequeño Mamut no dormía:
visitaba a las aves nocturnas, escuchaba sus historias y le contaba las suyas.
Por el día, acompañaba a su familia a cazar, se bañaba en el río, retozaba en
la hierba y jugaba con los otros pequeños mamuts.
Cuando la primavera llegó a su fin, todos los
mamuts tomaron sus pesadas presas cazadas y regresaron a sus cuevas. Pero
¿sabéis qué? Nuestro Pequeño Mamut había aprendido con sus amigas las aves
nocturnas a cazar por la noche, y por el día contaba cuentos entre el cobijo de
los árboles a todos los animales que acudían a escucharle. Se corrió la voz de
que Pequeño Mamut contaba historias nunca antes oídas y venían por cientos a
escucharle de más de ocho leguas a la redonda.
Y cada primavera, cuando los mamuts abandonan
por un tiempo la cueva, su familia y amigos se sienten orgullosos del pequeño
mamut que se quedó en el bosque contando historias, y que cada día crece más
grande y fuerte.
Curso Cuentos para crecer y hacer crecer
La Casa del Lector 28/03/2015
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