sábado, 14 de abril de 2012

Objetos muertos

Ayer fue mi cumple-mes. Un día cualquiera, un día especial. Me regalaron una figurita de Campanilla. Últimamente me encantan los objetos pequeños. Me evocan los momentos en que fueron comprados/ regalados/ encontrados mucho más certeramente que cualquier fotografía. En realidad nunca me han gustado mucho las fotos; creo que pueden ser muy engañosas. A mí al menos me cuesta en la mayoría de las ocasiones reconocerme en ellas. No suelo encontrar un paralelismo entre lo que sugiere la foto y las sensaciones que yo recuerdo. Un momento mágico, y te ves con unas pintas que no querrías ni para tu mejor enemiga. Un momento de desasosiego, y en la foto resplandeces para la posteridad.

La muñequita reposa en la mesilla, junto con el libro del pato que aprende a caminar pasito a pasito, el barco del que yo llevo el timón, la moneda mágica que encierra destinos, el librito con palabras de alegría que regalé a una amiga y que ahora me ha prestado... Cómo me gusta rodearme de los objetos queridos. Del corcho cuelgan en perfecto orden dibujos, palabras, adornos en forma de flores o corazones, notas, collages y recortes. Miro alrededor y siento la calma de los objetos silentes, esplendorosos en su función de apresar y derramar olores del pasado como rosas rojas por siempre en plenitud.

A veces abro una caja y tomo una nota, un calendario, un papel que no reconozco. Pero también brilla siempre un objeto único que sin previo aviso, como un ataque cardíaco, te sienta de nuevo en aquel coche en el que a tu primo muerto se le durmió un brazo para que tú no despertaras. Después los apuntes salen volando del interior del coche al parar, y los buscamos presurosos entre el viento. Ahora de todo eso solo queda un reloj viejo de plástico blanco, sin correa. No quisiera que ninguna foto viniera a matizar mi recuerdo, la vivencia repetida que el reloj activa. Los objetos ponen las manecillas en marcha; la foto congela, declama y sermonea. Mi reloj marca  la hora del tiempo interno.

Los objetos perpetuan los momentos en la memoria. Por eso, para enterrar los recuerdos es necesario un cementerio de objetos. Pero quién querría perder la memoria, borrar años de vida, condenar la felicidad al olvido. Cuando se pierde la felicidad, los objetos se vuelven armas, su presencia punza el alma, que se desangra en nostalgia. Es quizá recomendable entonces dejar que los objetos descansen en soledad, purgando nuestra sed de eternidad. Podemos salir de casa, irnos de viaje, alejarnos por el camino y cerrar la gran verja de entrada, cubrir los muebles con sábanas blancas como cadáveres sin recuperar en el campo de batalla. 

Al volver la primavera, regresaremos tras el destierro a la mansión de las puertas verdes, y correremos las cortinas, descubriremos los muebles, dejaremos entrar al viento fresco a través de los luminosos ventanales. Y entonces pasaremos la mano sobre el lomo de cada objeto que encierra nuestra antigua felicidad, y las figuras y recuerdos maullarán como gatos mimosos, y se les erizará el vello, y nosotros encontraremos sosiego y sentido en los viejos momentos de la felicidad pasada. Los objetos acariciados lentamente nos hablarán en sus gemidos de quiénes somos, de quiénes nos gustó ser, de la felicidad con la que vamos llenando nuestra hucha de oro.

Por ello resulta tan desoladora una caja con su contenido cerrado,  precintada con cinta adhesiva de embalar marrón. Restos de una mudanza, momentos extraviados en el abismo de los cambios, recuerdos amordazados como una mujer maltratada incapaz de hablar más. Yo tengo una caja de plástico con las asas azules en lo alto de un desván polvoriento y hasta con algún ratón muerto. En una caja puede caber una sucesión infinita de días, la osamenta corrompida de toda una época, gigantesca como la de un dinosaurio. 

Pero los restos mortuorios de una caja cualquiera, a diferencia de los de una casa cerrada en invierno, no deben pagar tan solo por la alegría, la plenitud y el sentido que nos prestaron, y que ya no son más. El purgatorio no es suficiente para esos restos cenicientos que conocieron la maldición de un eclipse de sol. Cuando la violencia y la sinrazón de los hombres apagan como una vela la llama de luz y calor, los vestigios del sacrilegio no son aptos para descansar en tierra consagrada. Los despojos condenados expian de este modo el pecado más grande del hombre: la ignorancia egoísta que reduce a migajas el pan de la alegría.

No es fácil acallar los objetos; sus quejidos lastimeros se oyen en las noches de lluvia negra. A veces aún me encuentro con restos desmembrados que resisten en cajones, que se esconden al fondo de las estanterías, que cuelgan y crecen en las esquinas del techo como telas de araña. Pienso en ellos como en los muertos olvidados en las cunetas que claman bajo la tierra por su merecido descanso. El olvido es un cadáver al que le siguen creciendo uñas y pelo.

Al cruzarme con alguno de estos objetos que no encontraron su sitio en la caja de asas azules, me parece que llora como un niño robado. Otro día en que no llueva, una mañana transparente y verde, levantaré la tapa de la caja, y al final reposarán todas las cosas conformando un esqueleto entero. Cuando pase el tiempo del odio y el dolor, cuando llegue el fin del mundo, alguien vendrá y juzgará sobre el destino de los muertos. En la esperanza de la resurrección, los viejos objetos del bien y del mal se salvan de la hoguera incineradora, clavando sus uñas desgastadas en la tapa azul del ataúd de plástico.


Las ruinas de la historia aguardan el juicio final. Que descansen los muertos en paz por los siglos de los siglos, esperando el perdón que solo un dios todo misericordioso podría conceder.

La canción que he oído unas cuantas veces mientras escribía:


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