“El que no está conmigo está contra mí" (Lc 11, 14-23)
Un par de semanas atrás encontré un tesoro a la puerta de mi casa. Unos pocos metros más allá, en el camino a la vuelta de un paseo. El tesoro debe de haber estado ahí mucho tiempo, y sin embargo solo ese día di con él. Sin buscarlo, sin mirar: simplemente vi algo y sin pensarlo, instintivamente, me agaché a recogerlo. De la misma manera que se abre el corazón al amor. Me puse muy contenta porque sabía que algo especial había sucedido. La moneda llevaría años, puede que hasta siglos, al resguardo del camino, y solo yo la vi, y solo en el momento propicio.
Entré en casa y, presa de la excitación, me puse a danzar de un lado para otro mostrando mi hallazgo. Una moneda muy oscura, prácticamente negra, con uno de los lados tan gastado y mellado que apenas se adivina un dibujo ya sin relieve. Puede que sea algún tipo de escudo. Un círculo rodea al supuesto escudo, y las letras dentro de la circunferencia podrían tratar de decir "cien reales". Tendría que comprobar si históricamente en aquel tiempo se comerciaba con reales.
Ah, ¿pero es que todavía no os lo he dicho? En el otro lado de la moneda puede leerse, con bastante claridad, una fecha: 1870. ¿Os dais cuenta de los muchos años que han pasado desde que se acuñó la moneda? La moneda ha venido para transmitirme un mensaje del pasado. En este lado de la moneda, mejor conservado (seguramente se trata de la cara que ha estado boca abajo, protegida de las inclemencias del tiempo), aparece una figura suntuosa sentada sobre un montículo prominente. Alrededor de la figura, además de la fecha, se recoge el peso de la moneda: 10 gramos.
Entonces sucede que esta moneda ha llegado hasta mis manos a través del tiempo y del espacio. Han pasado años y años, con esta moneda habrán comprado, vendido, engañado, ganado o perdido muchos hombres iguales a mí, que ocuparon el lugar en el que yo ahora me muevo y respiro, que estuvieron al pie de estas mismas montañas, que vieron crecer las encinas que ahora alcanzan su esplendor. Esos hombres que pisaron el mismo camino se sentirían tan dueños del aire como me ocurre a mi ahora, plantada en el centro del universo, libre para decidir los caminos por los que marchar.
Coloqué ceremoniosamente la valiosa moneda en la mesilla principal de mi habitación, junto con los objetos que me acompañan dándome su fuerza y energía en el presente: unas fotos de gente antigua a la que no conocí pero a la que sin embargo debo parte importante de quién soy, mis variados libros de cabecera (novela, poesía, ensayo, autoayuda, todo a un tiempo en una extraña ensalada). Entre el resto de las cosas, guardo debajo del cristal una foto de carné de alguien que vive y sin embargo está muerto, de alguien que hace mucho me entregó la foto con la leyenda "Las cosas solo dejan de existir cuando se deja de creer en ellas". Añadía esa persona que le gustaba la frase, pero que no sabía por qué. Hoy el significado se revela más claro que nunca: uno de los círculos concéntricos de la vida se cierra con violencia, para así poder seguir caminando hacia nuestro propio núcleo.
Todo está dentro de nosotros, nacemos con las verdades, con el amor, con la fecha de caducidad incorporada, con el destino sellado desde nuestra concepción como un código de barras. Vivir consiste en avanzar en círculos hacia el centro de nosotros mismos, en ir alcanzando las revelaciones, en saber esperar, en reconocer el tiempo exacto en el que las profecías han de cumplirse. Rascamos la moneda en búsqueda de nuestro hilo conductor, de los acontecimientos vitales que nos van construyendo como un rascacielos de pisos interminables. Abrimos los ojos, palpamos con las manos buscando en el pajar la aguja del sentido de nuestra existencia. Y sin embargo este sentido no se busca, tan solo puede encontrarse. Un día salimos a pasear e intuitivamente nos agachamos para contemplar algo pequeño que brilla, y ahí está la moneda de nuestra vida, la oportunidad para el cambio y el aprendizaje.
Sabía que la moneda cumplía una función primigenia y fundamental, la encontré en el sitio y lugar exactos que el destino había reservado para mí. Pero aún no era capaz de comprender el mensaje, de aprehender su verdadera dimensión. Dispuse la moneda en la mesilla como sobre un altar, con el mismo sentido del rito y el respeto con que se trata la hostia sagrada. El cuerpo y la sangre para hacer tangible el mensaje divino; las dos caras de la moneda para transmitir lo que ya era tiempo de comprender y asumir.
Durante unas semanas ha estado la moneda sobre la mesilla como la imagen de una virgen que va de casa en casa para ser adorada y reavivar la fe del pueblo. Hace un rato, por alguna razón que no percibo, simplemente un acto involuntario, un movimiento reflejo de algo que sucede más allá de la consciencia, tomé la moneda y la traje conmigo. Ahora me doy cuenta de que la moneda era un presagio, un anuncio de lo que ahora ya ha pasado, de lo que no puede sino interpretarse una vez ocurrido. Ha sido la guerra, el fin de la esperanza y del amor, los tanques han pasado por encima de los últimos restos de respeto y civilización.
La moneda ha actuado como un amuleto, ha sido un tótem que me ha recubierto de resolución, que me ha revestido con el escudo protector, que me ha dado de beber el elixir de la valentía y el ardor guerrero. Los periodos de paz conllevan un coste muy alto, y hoy la conjunción del tiempo y el azar revelaba que ese precio no podía seguir pagándose. Se había ya contribuido con sangre, con vida, con dolor, con amor, con desesperación para aplacar la ira del dios malvado e inconsciente, para contener los caprichos de un pequeño demonio voluble y mentiroso. Y sin embargo, la ira del dios continuaba, el fuego del dragón parecía no acabarse nunca, resurgía de forma inesperada sin que los hechos reales guardaran relación con el origen de las llamas. Un ángel que se convierte en demonio, unas alas blancas que te abrazan asfixiándote.
Hoy el destino se ha entregado a mis pies en forma de moneda antigua en el polvo de un camino inmemorial, y he lanzado la moneda a las alturas. He seguido las señales y he leído los presagios en el vuelo de los pájaros, y he sabido así que se acercaba la hora de luchar cuerpo a cuerpo. Fuego para el dragón, ira para los dioses, sinrazón para el enemigo. A gritos lo pedían los monstruos, y con estas armas he acudido al combate. Agua al agua, fuego al fuego. Una vez más las imágenes del horror, la podredumbre, la miseria y la destrucción. El precio de la paz siempre es muy alto. Se ha disparado al amor, se ha acribillado el entendimiento, se ha dinamitado el respeto, las bolas de cañón han acabado con las esperanzas de los corazones más benevolentes. Después de la batalla, solo el silencio, y la dureza del corazón.
La moneda ha salido a mi paso para revelarme que a veces es necesario levantarse y luchar, que el silencio es cómplice del mal , que nunca debemos subestimar al enemigo. Pues es el enemigo pequeño el que no guardará los códigos de honor que se exigen a todo hombre de bien durante la batalla necesaria. Ya sobrevino la hora de la verdad, de la confrontación, de los proyectiles envenenados. Velo mis armas: la espada de la fuerza, el escudo de la dignidad.
La paz se paga cara. A veces no es tiempo de poner la otra mejilla, de sembrar amor, de creer en el hombre. Cuando la moneda sale a tu encuentro, cuando las señales confluyen, es hora de ponerse en pie y erigirse en soldados defensores del reino personal. Hora de convertirse en combatientes armados con el poder de la dignidad y la convicción de la libertad. Es el momento de poner en marcha los carros de combate para frenar el ultraje, para mostrar nuestra presencia poderosa, para impedir que el falso brillo del amor de baratija se confunda con la compañia valiosa. Es necesario luchar por el respeto, hay que batallar para instaurar la paz propia. He hallado un tesoro para contaros que a veces es necesario pisar las rosas mentirosas, descubrir el olor a putrefacción, aniquilar las espinas de la sinrazón y el daño gratuito, aplastar la inconsciencia psicópata de los mercenarios.
Guardo la moneda, mi amuleto, mi guía, porque desprende magia, porque encierra el destino, porque atrapa la fuerza necesaria para preservar la paz y el amor verdaderos. En su reflejo brilla sin luz el amor barato de los corazones insustanciales. Tiro la moneda mágica, y siempre sale cara. Porque ahora sé que hay que luchar y no callar, llevar la cabeza bien alta y no dejar que te arrastren, distinguir el amor generoso del amor por uno mismo, el sentimiento puro del mero impulso.
La moneda desprende luz, en su cara y su cruz se cifran la fuerza y la paz. Desde mi mesilla irradia su poder, y mi corazón refulge con su magia azul. Una y mil veces volvería a levantarme, a luchar, a gritar, porque la moneda marca el fin de la era de los débiles y crueles. Un mundo nuevo es posible, un orden nuevo se asoma al universo. Y ahí, en el centro de mi misma, con el cetro del amor, la dignidad y la fuerza, me erijo en reina. Dragones de fuego eterno, dioses de ira incesante, sabed que generaciones anteriores de hombres como yo han vuelto en forma de moneda para recordarnos que somos valientes, que ostentamos el poder, que vale la pena luchar por las verdades aladas.
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