martes, 10 de abril de 2012

La generación del futuro


Escucho por enésima vez que estamos ante la generación más preparada de la historia. Y yo no entiendo de qué generación hablan, a quién se refieren. También me pregunto para qué dicen que esos hipotéticos jóvenes están preparados. Las personas que insisten en el cliché de "la generación más preparada" o no conocen a muchos jóvenes, o hablan de otro mundo. ¿Quién puede estar preparado para un mundo tan complejo como el nuestro?

La vida nunca ha sido fácil. La historia es la repetición a través de las épocas de la opresión de los poderosos sobre los débiles. La literatura nos habla de las preocupaciones básicas del hombre: amor, poder, muerte. Ni la esencia del hombre ni la estructura del mundo han cambiado gran cosa desde el principio de los tiempos; lo que sí se ha transformado sustancialmente es el contexto. Ahora somos miles de millones de seres humanos sobre la tierra, la tecnología determina las relaciones (quien tiene los avances en su mano, ya sean médicos, científicos, de comunicación o en armamento, detenta el poder). Ya no es dios quien rige el destino de los hombres, sino las fuerzas del capitalismo. O como expresa otro cliché de nuevo cuño: los mercados.

Claramente siempre el dinero ha dominado el mundo. Sin embargo, parece que antes el capital estaba en unas manos concretas: en las del señor, en las de la nobleza. Con el nacimiento de la burguesía la riqueza cambió de lugar; la extensión de la clase media (prolongación de la burguesía) supuso la participación en el  poder de capas más amplias de la sociedad. Bajo estas interpretaciones, la historia se lanzaba a ritmo vertiginoso hacia la igualdad y el bienestar de todos los hombres.

Nos hemos creído que nos había tocado la lotería, que acabábamos el siglo XX siendo todos ricos,  habiendo ganado nuestros derechos como Adán y Eva cargaron con el pecado original. El curso de los acontecimientos cambiaba de signo. Ahora, en el siglo del futuro, resulta que no sabemos dónde está el dinero y que tenemos que taparnos los derechos desnudos con una hoja de parra. Y nos invaden la perplejidad y el desconcierto, y como el suicida griego clamamos ante la injusticia: ¿quién osa despojarnos de aquello que es nuestro?

Pero no tenemos nada que nos haga sentirnos más avanzados que nuestros antecesores. Desnudos como niños conservamos solamente aquello con lo que vinimos al mundo: la sed de poder y, en contrapartida, la necesidad de regular la codicia. Como aquellos benditos ilustrados del siglo XVIII, hemos seguido pensando que íbamos montados en la historia como en un cohete que nos impulsaba de pleno hacia nuestro destino, hacia el fin último del hombre: la justicia, la igualdad, la libertad. Y sin embargo nuestro siglo, el de la generación más preparada de la historia, se presenta muy distinto.

El decorado actual es mucho más grandioso, casi estelar; es el resultado de un derroche de optimismo ignorante y del progreso a cualquier precio. Y, así, las consecuencias tienen también una dimensión mayor, un impacto brutal sobre nuestras vidas. Podemos cargarnos el planeta apretando en un segundo el botón de la bomba atómica. Mientras tanto, y por si acaso ese momento se retrasa, nos empeñamos en provocar el fin del mundo con leyes que promueven miseria y desigualdad, con la destrucción del medio ambiente, con el dispendio de recursos. Posiblemente estemos esperando a que la generación más preparada de la historia venga a poner orden en este desastre. Quizá por eso nos empeñamos en repetir el cliché como un mantra con milagrosas propiedades curativas.

Pero nadie viene a arreglar el mundo, la situación se nos ha ido de las manos. Ni siquiera sabemos quién tiene el poder, por dónde se evapora la riqueza que ligábamos de forma natural al progreso. Ah, es que son los mercados los faraones del siglo XXI. Y los mercados tienen entidad propia, se han rebelado e independizado del control de los hombres. Son como los soñados autómatas que adquirían consciencia y se volvían contra el ser humano, supuestamente superior, que los había creado para su servicio.

Los griegos tenían sus dioses y sus oráculos: nosotros los hemos sustituido por los mercados y la voz de la bolsa, que habla en un lenguaje religioso, profético, incomprensible para el común de los mortales: la prima de riesgo, el FMI, el Dow Jones, el Nasdaq. Angela Merkel es el chamán que nos pone en contacto con esas fuerzas divinas, pero ella misma no puede escapar  a la superchería del siglo XXI. Seguramente, allá en Francfort,  esté ahora mismo probando una pócima mágica tras otra con la esperanza de encontrar el remedio milagroso que transforme su halo místico de baratillo en reliquia verdadera.

En la época de los griegos, el mayor pecado que podía cometer el hombre era el querer ser como los dioses. Se condenaba la hybris, el orgullo desmedido. Los dioses castigarían al ambicioso de manera implacable. Hoy unos pocos traidores sin moral se erigen en mercaderes o intermediarios de los mercados. En sus manos quedaría el regular la fuerza de la economía, el crear un marco en el que distribuir la riqueza, el controlar la vorágine avariciosa que atrapa a los que se exponen a las fuerzas del dinero. Sin embargo, estos pocos gurús de la economía optan, siguiendo los impulsos innatos al hombre, por seguirle el juego a los autómatas que nos dominan.

Ningún dios vendrá a castigarles, a recordarles sus límites, a advertirles de que la soberbia se paga cara. Quizá nuestro pecado ha sido creer que el progreso y la justicia regían la historia. Hemos olvidado el lado oscuro del poder y del dinero, hemos preferido mirar hacia otro lado mientras nosotros también disponíamos de la riqueza y el acceso a todos los servicios. Ahora solo nos quedan las palabras huecas, la incredulidad del impotente, la puerilidad del derrotado. Mientras disfrutábamos de nuestro status de dioses, no quisimos poner límites al gasto, a la banca, al poder del capital. Nos quisimos creer la historia de que los mercados se regularían por sí mismos en beneficio de todos.

Hoy no nos quedan dioses a los que confiar nuestro destino. Nuestra religión no basta para explicar el misterio de la economía que nos esclaviza. Los pecados no reciben castigo divino. Perdida la batalla en la que ni siquiera luchamos, clamamos contra las fuerzas divinas que nos mandan la desgracia. Pedimos la cabeza de reyes y papas, pero ellos no dejan de ser más que marionetas, a las que mueven los mismos hilos que al resto de nosotros. Los verdaderos responsables se bañan en el oro de Dánae.

En nuestra soberbia, hemos olvidado que son los hombres los responsables de marcar el cauce de la historia. Nos hemos dedicado a adorar el becerro de oro de los paganos. No supimos poner límites a tiempo, ahogados en ambición y comodidad, y ahora nos encontramos desbordados por nuestro silencio cómplice. Hemos dado todo el poder a un sistema capitalista que devora a sus propios hijos. Unos pocos piensan poder aplacar al monstruo, beneficiarse con sus artimañas, pero todos terminan igualmente exterminados. Hoy El Mundo anuncia que Rajoy "ofrece" terribles recortes en sanidad y educación para calmar los mercados.

Parece ser que contamos con la generación más preparada del futuro. Estos seres elegidos deberían levantarse en armas y salvar el mundo. Pero no son más que hombres: siguen pataleando enrabietados y caprichosos reclamando su derecho al i-pad, a internet en el móvil y a zara online. Algunos hasta confían en que la salvación vendrá a través de twitter. Solo la venida de un hombre-dios capaz de despertar conciencias, aunar fuerzas y establecer normas y límites podría frenar la marcha imparable del poder de los mercados. Mientras, el monstruo salvaje continúa atiborrándose de nuestros derechos y oportunidades como el hombre pisa hormigas.

Hasta esa venida apocalíptica, el capitalismo rabioso al que hemos alimentado como a un inofensivo perro de compañía continuará hincando los dientes en el cuello de sus amos. Que el dios que no existe os coja confesados.

 Dánae, de Klimt

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