martes, 3 de abril de 2012

Felicidad

La felicidad no se escribe en presente. Únicamente en las tardes de lluvia, cuando tratan de atesorarse los momentos de sol en la memoria.

En un coche. Suena la música, las montañas al fin de la carretera se zambullen en la luz de la tarde. Ella canta, sonríe, se deja arrullar por las olas suaves del camino. Mira al hombre al volante, y una certeza toma forma de nube: contigo voy a estar siempre. Cierra los ojos, y continúan adelante.

La felicidad no puede pensarse. Penetra por los sentidos como el agua en la tierra. Ver, oler, tocar, oír y sentir. La desgracia se rumia en la mente como una historia sin final. Cuando la felicidad llega, nos dejamos bambolear como barcas. En el turno de la desgracia, braceamos para resistir. 

La misma palabra "felicidad" rompe el espejismo. En el momento justo en que te das cuenta de que eres feliz, dejas de serlo. La felicidad solo cobra forma al volver los ojos al tiempo pasado. Nos enteramos de la felicidad cuando asoman el tedio y el olvido entre los retales deshechos de lo vivido. Es la melancolía quien define y da cuerpo a la felicidad. Cuando también la nostalgia muere, renovada por nuevas alegrías, se incineran los restos de felicidad.

En el mar de la indiferencia, atrapamos peces de felicidad en las redes. Y sin embargo, llega un momento en que esa felicidad también acaba por revelarse mentira. La intensidad de unos breves momentos no disipa la falsedad del océano, un decorado inmenso de cartón piedra en el que pescar peces que colean y mueren de asfixia. 

Recogemos la felicidad del presente en fotos, recuerdos, diarios y servilletas de bares. La acumulamos en bolsillos y cajones. Hasta que un día, víctimas del síndrome de Diógenes, nos sepulta al caer encima.

¿Qué hacer con la felicidad pasada? Métela en una bolsa: quizá haya algún sitio donde la reciclen. Puedes optar por tirarla al contenedor, o quizá guardarla en el desván en una caja con tapa. Que decidan tus nietos qué hacer con ella. En la distancia, queda el consuelo de que ellos podrán creer que en otros tiempos fue posible la felicidad.

Junto a un lago de arenas limpias y mullidas como un felpudo de bienvenida, una pareja se abraza sobre una roca, y leen poemas de amor y de fuego. El murmullo del agua acompaña a las voces que se hablan al oído. Los pinos esparcen perfume como dependientas de grandes almacenes, se sienten las pieles, se encuentran las lenguas. Al cerrar los ojos se ve la brisa fresca y se contempla la escena entera con los cinco sentidos. Sobre la roca quedaron los restos de felicidad que después lamieron las fieras.

Buscamos la felicidad, pero ésta solo se encuentra. Tratamos de apresarla, de retenerla, pero se escapa como peces que saltan en el agua. Quédate un poco más, rogamos, y nos convertimos nosotros en los invitados pesados. Caminamos a su encuentro, y la felicidad nos da esquinazo.

¿Qué hacer, entonces? Nos parece la felicidad la manera natural de estar en el mundo, y sin embargo pasamos la vida digeriendo heridas, venciendo miedos, asestando navajazos. Después de la ascensión, cinco minutos en la cima, una foto, acaso un bocadillo. Deja la felicidad en lo alto, donde pertenece, libérala de su jaula, que vuele como un canario cautivo que no sabe encontrar sustento entre los árboles salvajes. Tira el lastre y baja rodando por la colina. Vuelve a subir entonces.

La felicidad se renueva cada día, se envía en cartas selladas sin remitente, se devuelve como un paquete con la dirección equivocada. La felicidad son versos sueltos; la desgracia, un ensayo, y la vida una novela del siglo XIX. Los otros, el camino, las dudas, la búsqueda y el pensamiento no son más que puro teatro.

Habrá que apilar montones de felicidad recién nacida para olvidar el daño que unos pocos momentos de felicidad ya muerta trajeron consigo. La felicidad no existe, pues muere en el momento de dar su primer lloro al azotarle el culo. Por eso de la felicidad solo quedan luego los rescoldos del dolor, y una convicción firme de falsedad y engaño.

Cojo mi caja, la pego con cinta adhesiva; mis nietos bregarán con el rencor y las heridas. No quiero fotos, papeles ni palabras. Quedémonos aquí en la cima, sintamos el aire en el rostro, dame la mano, intercambiemos sonrisas. Mira al horizonte y siente la plenitud y la libertad. En el sol que se pone se marcha la felicidad del día.


(Y no, las polaroid tampoco atrapan el instante de felicidad)

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