lunes, 2 de noviembre de 2009

New York Times: sobre la prohibición de los toros en Cataluña



No one should negotiate their dreams. Dreams must be free to flee and fly high. No government, no legislature, has a right to limit your dreams. You should never agree to surrender your dreams.
Jesse Jackson





Os pongo la traducción del artículo sobre la prohibición de toros en Barcelona publicado por el New York Times a principios de octubre.

Es interesante la postura que adoptan aquellos que ven el problema desde fuera. Este periodista americano argumenta que la única razón por la que se va a votar sobre prohibir o no los toros es POLÍTICA. Detrás del debate se encuentra el nacionalismo catalán condenando todo lo que a sus ojos suene a español. Aunque en el caso de los toros, como por los demás en muchos otros, no tenga sustento histórico.

Pero mejor leedlo por vosotros mismos. Yo sólo digo que todo este debate me parece de una banalidad que ASUSTA. Ahora unos pocos pueden decidir, con un simple voto que para ellos no va a ninguna parte, sobre la vida de los demás.

Quizá en el fondo todos pensamos que es imposible que la prohibición salga adelante. Pero fracase o no, lo que a todos, aficionados o no, debería darnos miedo es que nuestros sueños e ilusiones sean un juguete roto en manos del estado.

Lo que me da miedo no es el futuro de los toros, sino el estado de nuestra democracia.

¿Estamos haciendo lo suficiente? ¿Estamos haciendo algo? ¿En manos de quién colocamos nuestros derechos y nuestras vidas? Otros están decidiendo por nosotros.

Para los que prefiráis leer la versión original, este es el link
http://www.nytimes.com/2009/10/01/arts/01abroad.html?_r=1&scp=1&sq=in%20a%20spanish%20region%20a%20twilight%20of%20the%20matadors&st=cse

EN UNA REGIÓN ESPAÑOLA, EL OCASO DE LOS MATADORES
Publicado en el New York Times, 1 octubre 2009
Por Michael Kimmelman
Traducción LcFM


Aquí en Cataluña, esta región de España tenazmente separatista, los toros se encuentran en crisis desde hace mucho tiempo. Y la economía no ha ayudado. Los precios de las entradas son similares a los de la ópera. Las corridas son caras de montar. Este año el número de corridas de toros ha caído en picado en toda España.


Pero José Tomás todavía atrae a enormes multitudes. Para los aficionados, es la última gran esperanza para el “toreo” (el término español para “bullfighting”). Dado a la reclusión, torero de una calma y valor que no son de este mundo, bañado en la historia y el misterio, se retiró en 2002, a los 27 años y en la cúspide de su fama, reapareciendo de forma inesperada cinco años después en Barcelona en lo que resultó ser el primer lleno en veinte años de los 19.000 asientos de la Plaza Monumental, la bella y antigua plaza de toros de ladrillo y azulejo de esta ciudad.


El domingo volvió, para otra ocasión especial: quizá la última corrida para siempre en Cataluña.


Durante las últimas tres décadas, el decreciente interés entre los jóvenes catalanes se ha unido a la presión de los defensores de los derechos de los animales y de los nacionalistas catalanes para mutilar la fiesta en Cataluña. A lo largo de las cuatro provincias de la región, las plazas de toros han sido cerradas: Barcelona es la única todavía en activo.


Ahora un referéndum ante el Parlamento catalán podría acabar completamente con las corridas en esta zona. Ha habido gran debate en esta parte de España sobre la prohibición total de las corridas de toros. Los defensores le han restado importancia. Pero esta vez, incluso los aficionados creen que es posible que se apruebe la prohibición.


Así que la corrida del domingo (el término “corrida” se refiere a la habitual combinación de tres matadores y seis toros que actúan en cada tarde) era algo más que simplemente el último espectáculo de la temporada. Suponía posiblemente el fin de una era. Y José Tomás (José Tomás Román Martín, pero todo el mundo lo conoce por su nombre compuesto) había venido, en lo que parecía casi un intento desesperado por prestar su atractivo ante la taquilla y su arte al lado antiprohibicionista.


Arte, esto es, para los aficionados. Está el arte del ritual, antiguo y colorista, con su secuencia de movimientos, firmemente establecida pero, puesto que los toros siempre varían, diferente cada vez y que implica una gracilidad como de ballet por parte de los matadores, que son asimismo juzgados por su habilidad para dotar de elegancia al toro. Las corridas de toros son una cuestión de patrimonio cultural español, mantienen los defensores. Europa puede desear unirse bajo intereses sociales y económicos comunes, pero las culturas nacionales deben ser respetadas, y el toreo representa la diversidad cultural.


Los detractores lo ven de otra manera, claro está. Aproximadamente una docena de defensores de los derechos de los animales se manifestaron frente a la plaza el domingo, portando pancartas hechas a mano salpicadas con pintura roja.


Calle arriba, en la Gran Peña, un bar al que acuden aficionados, Isabel Bardón, la propietaria, mantiene en equilibrio una bandeja con cervezas mientras se abre paso entre los clientes que abarrotan el local, algunos de los cuellos estiran el cuello para ver al matador retirado, quien sonríe ante los fotógrafos junto a hombres más mayores fumando puros. “Serían malas noticias para mí y para mi negocio”, conjetura sobre la posible aprobación de la prohibición.


Pudiera ser, quién sabe. Lo que está claro es que durante los primeros años del siglo pasado, Barcelona no tenía menos de tres plazas de toros. Era una meca para los aficionados. Hubo más corridas aquí desde los años 20 hasta los años 60 que en ningún otra ciudad de España.


Pero los nacionalistas catalanes comenzaron a extender la idea de que el toreo fue una imposición en Cataluña del régimen fascista de Franco, quien lo promocionó, como el flamenco, como un símbolo patriótico. La oposición a las corridas de toros se convirtió en una declaración de separatismo por otros medios. Los derechos de los animales aparecieron y alimentaron la agenda de los nacionalistas.


El hecho de que se trata, sobre todo, de un asunto político se evidencia en la frontera, en la región catalana del sur de Francia, donde los toros se suscriben con la misma fuerza con la que en Cataluña se rechazan, debido a las mismas razones separatistas, en este caso porque se prohíben en París.


“En un momento en el que Europa está haciéndose más grande y multicultural, Barcelona está haciéndose más pequeña y más catalana”, así es como Robert Elms, un escritor de viajes británico que ha vivido aquí veía la situación. Había venido a ver a José Tomás y comentaba, antes de la corrida, cómo la oscura pero mágica ciudad que él había conocido una vez se ha convertido en un centro esplendoroso y de diseño que sin embargo mira cada vez más para dentro.


“Es orgullo”, comentaba, “esa es la única palabra. El orgullo describe a una cultura insegura”. La posible prohibición de los toros, añadía, es semejante a una ley de aquí que obliga a los niños a recibir gran parte de su educación en Catalán, no en castellano.


Paco March asiente al escuchar tal relación. Natural de Barcelona, es el corresponsal taurino de La Vanguardia, el segundo periódico más vendido de la ciudad. A su hija de quince años los compañeros de clase le llaman fascista, cuenta, por llevar una foto de un torero pegada en su cuaderno.


“Me da rabia que en el nombre de la democracia”, el señor March añade sobre el próximo referéndum, “una minoría de detractores de los toros pudieran acabar con los derechos de otra minoría, los aficionados, que disfrutan de lo que es un espectáculo legal en este país que expresa profundas verdades sobre la vida y la muerte llevadas a su extremo”.


Los aficionados hablan de esta manera. Señalan que las corridas de toros muestran la muerte de una manera natural y visible en una época en la que la mayoría de la gente, aquellos que se lo pueden permitir, eligen poner distancia entre ellos y la realidad de la muerte. Algunas de estas mismas personas consienten la producción industrial de animales de granja comiendo carne, pero condenan las corridas de toros. O acuden a corridas en sitios como Portugal, donde los toreros no matan los toros.
Los toros se matan después, fuera de escena, de forma que nadie tenga que verlo.


Para los toreros, esto es realmente injusto, puesto que les niega su obligación para con los toros, con quienes han luchado, y les evita esa vulnerabilidad peculiar que se supone deben experimentar en ese momento de la corrida.


Se esté o no de acuerdo con este argumento, sería un error concluir que el fin de las corridas aquí presagia su prohibición en toda España. Mientras que casi tres cuartos de los españoles dicen no tener interés en las corridas, se resisten a que los extranjeros les digan qué pueden o no pueden hacer. Esto es por lo que España se ha resistido sistemáticamente a las presiones del Parlamento Europeo y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos para poner fin al toreo. Lo que terminará con él, de todas las cosas, es la indiferencia pública, la competencia de formas más baratas de entretenimiento como el fútbol y los videojuegos, y el paso de una generación de aficionados.


Y así, en la luz que declina en una cálida tarde de principios de otoño, entre los destellos de los flashes y los gritos de “¡Torero!” y “¡Olé!” José Tomás apareció al menos una última vez en Barcelona, el abanderado de un arte afligido. Orquestó ante los toros sus acostumbradas series de pases que ponen los pelos de punta. Como Roger Federer, hace que cada movimiento parezca increíblemente lento y elegante.


Su traje brillaba bajo los focos. Una banda de música comenzó a tocar un pasodoble. Los aficionados le vitoreaban como si de alguna manera su clara elocuencia pudiera, en el último minuto, salvar al torero aquí de la extinción. Arrojaban flores, sombreros, pañuelos, agendas y cualquier otra cosa que tuvieran a mano a la arena cubierta de sangre mientras daba la vuelta al ruedo.


“Esta corrida de arte, cierre de la temporada en Barcelona, ha podido ser la última corrida que se celebre en este coso”, se lamentaba El País, el periódico español, a la mañana siguiente. “Sería una pena, visto lo visto, que la política acabara con la fiesta en esta tierra”.


El señor March, el periodista de toros de La Vanguardia, lo expresa con menos rodeos. “Queremos ser diferentes de España no matando toros”, dice. “Pero lo que estamos matando es nuestra propia cultura”.

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