jueves, 8 de marzo de 2012

Rafaela (8 de marzo)

Rafaela se sienta en el sillón verde. Desde que llegó al centro sus compañeras le han reservado para ella el lugar junto al ventanal. Saben que desde ahí contempla los parterres del pequeño jardín, el paso de las nubes, los pájaros que en las mañanas de sol chapotean en la fuente. Comprenden que para Rafaela esas visiones, ese descanso de los ojos y la mente, han supuesto toda su realidad durante un tiempo. Antes ni aún siquiera eso tenía, tan solo los ojos sellados a la paz y la alegría del mundo, una ventana clausurada con cal en el centro de una hermosa fachada.

Rafaela, siguiendo el orden sereno de las horas en el centro, ha echado un vistazo a los periódicos tras el desayuno, antes de vestirte. Ahora ya no necesita ayuda para asearse, pero todavía le cuesta enfrentarse al momento, a tamaño derroche de energía. Es 8 de marzo, por lo que no le extraña encontrarse en los diarios con varias columnas de opinión y editoriales tratando el tema de la igualdad de la mujer. Se habla de la diferencia de sueldos entre hombres y mujeres, se sacan a relucir por énesima vez las cifras relativas a la violencia de género, se debaten las dificultades de la mujer trabajadora para compatibilizar empleo y maternidad... Se discute incluso sobre el sexo de las palabras.

A esta mujer enflaquecida con el pelo cobrizo recogido en un moño rápido y un sencillo vestido de flores a juego con sus ojos añil, todas estas discusiones y opiniones le suenan huecas, repetidas, obligadas, prescindibles. Rebusca entre las páginas de los diarios, y encuentra su cosecha diaria, de la que da fe su libro de recortes, cada vez con menos páginas libres. Una empresa debe compensar a una modelo a la que rescindieron el contrato por aumentar su ridícula cintura dos centímetros. En Afganistán una nueva proposición de ley pretende que la sociedad vuelva a las condiciones establecidas por los talibanes: mujeres con velo y sometidas a la voluntad de los maridos, separación de hombres y mujeres en lugares de trabajo y ocio, imposibilidad de salir sin la compañía de un hombre. Marca con una cruz roja, de sangre y muerte, el relato de unas jóvenes que han logrado escapar de las FARC: las reclutan con 12 o 13 años, las violan y las obligan a abortar. A un bebé que llegó a nacer le clavaron un bisturí en el corazón. Las niñas saben que las condiciones de vida con las FARC son espantosas, pero explica el periodista que aún así constituyen una salida para aquellas que sufren ya una situación terrible en casa o para las que carecen de alternativa ninguna.

Dice el periódico que las guerrilleras han de ocultar su dolor. Si muestran algún tipo de sentimiento ante el asesinato de su retoño, si se les escapa una lágrima... los guerrilleros considerarán que han sobrepasado el límite de "desmoralización insuperable"... y no será del hijo de sus entrañas de lo único de que se desharán estas bestias. Rafaela frunce el ceño, lo que Rosa reconoce como síntoma inequívoco de que la nueva está pensando demasiado. ¿Qué te pasa ahora?, le pregunta sonriendo. Rafaela habla en voz alta: ¿Dónde estará el límite de desmoralización insuperable? ¿Lo alcanzamos alguna vez? ¿O quizá demasiadas veces? Rafaela lee la noticia sobre las guerrilleras a la buena de Rosa en voz alta. A Rosa, que está aquí tras que le mataran al hijo en venganza por su huida, se le enciende el corazón. Han pasado tres años, y Rosa, la inocente Rosa, que dejó la escuela para casarse con su marido a los 15 años, se ha convertido en la madre de todos los hijos e hijas de las residentes en el centro.

Pero no es esta noticia horrenda, la marcada con la cruz roja de lo inconcebible, la que ha despertado la indignación de Rafaela, una excitación que ya pocas veces renace en ella. Ha echado un vistazo rápido a la columna de un tal Salvador Sostres, quien dice desayunar feliz comiendo jamón y leyendo el periódico, ritual del que parece ser gustan de disfrutar todos los hombres en soledad. Hasta que vienen sus mujeres, explica resentido el personajillo, y se empeñan en hablar y en ser escuchadas. Gracias a que este Sostres es consciente de su deber, logra disimular su desprecio hacia la insustancialidad de la mujer, de todas las mujeres, que “no entienden este proceso porque carecen de mundo interior”, y acierta a esconder su desolación en una sonrisa tierna.

Rafaela, la del sillón verde, no cree que este hombre tenga en realidad esposa. Más bien lo que tiene es la desfachatez de los idiotas: no puede ser casualidad que en el día internacional de la mujer trabajadora le dé por dedicar una columna a la banalidad del género femenino. Rosa, ¿dónde crees que tenemos nosotras el límite de la desmoralización? Rosa, con el corazón de manzana roja, lloró por su hijo como una leona herida. Después tuvo la sabiduría animal de lamerse las heridas y perdonar, olvidar al depredador que en un ciclo que a ella se le antojaba natural, le había arrebatado su bien más preciado. Ahora lloraba por las noches la alegría sana que manaba a borbotones de su pecho maternal cuando cuidaba y jugaba durante el día con los niños y bebés del centro.

Rafaela no acertaba a dibujar tanto dolor, el dolor de Rosa le resultaba tan extraño como el de las guerrilleras colombianas. A ella nunca le habrían puesto la mano encima, de eso creía estar casi segura. Rosa apenas había ido a la escuela, se había escapado de la casa humilde de sus padres para casarse con Juan. Cuando volvieron, con el niño ya hecho, sus padres los acogieron sin preguntas. Tampoco hablaron cuando comenzaron a notar el carácter agresivo del yerno, cuando los celos le llevaban al bar cada noche, cuando los llantos del pequeño le alteraban los nervios. Cuando encontraron al pequeño Juan en el fondo del río, cuando su hija se volvió loca como una fiera herida, tan solo acertaron a pedir a dios clemencia. Ahora era Rosa la que los consolaba cada domingo en horario de visitas, la que trataba de poner palabras al horror y la culpa que se había quedado petrificado en los ojos de los padres, incapaces ya de llorar.

¿Dónde está el límite de la desmoralización insuperable? ¿Quién podría aguantar la humillación de las guerrilleras, el desgarro del corazón de Rosa? Rafaela se había roto en pedazos como una hucha de barro. Arañazo a arañazo había encerrado en el cerdito unos cuantos sentimientos, algunas palabras de amor, unos pocos te quiero. Había luchado ardiente, ciegamente, por hacerse con su pequeña fortuna, con su amasijo de emociones salvadas de las palabras que chocaban como trenes en explosiones temerarias, de los insultos que saltaban por los aires como bolas de cañón. Atesoraba frenesís rebañados en el furor de los cuerpos jóvenes, en las miradas que se reconocían inflamadas como minas confundidas con alijos después de la guerra, reunía pasiones rescatadas de la devastación final, del silencio sepulcral y la tierra yerma que sigue a la batalla final.

A ella nunca le habrían puesto la mano encima, no podría enseñar con resignada naturalidad las señales en su cuerpo, en la cadera, en la espalda, en las muñecas apretadas con fuerza. Recordaba las palabras, las únicas palabras, del primer psiquiatra a la que sus padres la habían llevado a rastras: ahora se toma usted estas pastillas y luego busca ayuda para ver cómo es que a una joven con estudios le puede pasar esto. ¿Soy yo la que lo he hecho mal?, se preguntaba Rafaela, ¿al final es mi culpa porque tengo estudios, por no haber sabido reconocer las señales, parar a tiempo? ¿Acaso es de gente ignorante amar demasiado?

Rafaela había ido a los mejores colegios, había vivido en el extranjero, encontró rápido trabajo en el hospital de su localidad. Ella era liberal, salía y entraba cuando quería, vivía en libertad, soñaba y sus sueños se cumplían. Pero Rafaela, la de la personalidad decidida, la inteligencia rápida, la dulzura bondadosa, el estilo en el vestir, en el fondo sabía que algo no iba bien. ¿Por qué si no aceptó aquel trabajo, a 400 kilómetros de su familia, sus amigos, a 400 kilómetros de él? ¿Porque le ofrecía mayores oportunidades de futuro, como les explicó a sus padres? ¿Por los pocos euros más que le ofrecían, con lo que dejó satisfecho a Fernando y a sus planes de compra de casa? ¿Por cambiar de aires antes de comprometerme definitivamente, como contestó a sus amigas?

Rafaela, la dulce y guapa, la chica inteligente y sensible que hacía tan buena pareja con Fernando el ingeniero, con el atractivo Fernando, tan alegre y extrovertido que equilibraba la emotividad y timidez de Rafaela. Con Fernando, que volvía el mundo del revés como un niño inquieto y trasto al que todo se le perdona en su encanto, Rafaela olvidaba su desconcierto y melancolía e iba por la vida dando saltos bajo el sol, siempre de la mano adorada de su Fernando.

De la mano de su Fernando. ¿En qué momento esa mano comenzó a aferrarle las muñecas, a ahogarle la garganta, cuándo comenzó ella a temer los arrebatos de ira cada vez más frecuentes de su amor, los desplantes en público, las salidas de tono? ¿Cuándo hablar se convirtió en imposible, cuándo Rafaela se encerró en el silencio salvador, cuándo fue que él comenzó a disparar razones para las que solo cabía el escudo del mutismo? ¿Podía acordarse ahora Rafaela cuándo comenzó ella a "estar loca", a ser egoísta, a vestir mal, a dejarle en ridículo?

Fernando era ingeniero y ahora trabajaba en la empresa familiar, pero sus padres no se lo habían puesto fácil. Rafaela aguantó a su lado los desplantes del padre, que nunca consideró que su hijo pequeño fuera capaz de compartir la empresa con el hábil hijo mayor, que se había sacado la difícil carrera a curso por año, que había trabajado junto a su padre desde que cumplió los 18. El padre había creado la empresa piedra a piedra; cuando tuvo a su primer hijo juró que dejaría su puesto de obrero y le daría a su primogénito el orgullo de poder decir que su padre no era un simple albañil como lo había sido su abuelo, sino que se había convertido en empresario de chalé con piscina y coche caro. Después vinieron las hijas, y mucho más tarde, de forma inesperada, en un desliz que el padre siempre había considerado desafortunado, el pequeño Fernando, el mimado, el benjamín.

Su madre había tenido la culpa de todo, su madre que siempre lo defendía ante él, ante el padre, que era quien había inculcado a la familia el valor del trabajo y la constancia, quien había sacado el negocio adelante. Pero Fernando, guapete y zalamero, se descuidaba en los estudios, tonteaba con chicas, no dejaba de pensar en el fútbol. Ya en la Universidad, salía hasta las tantas, se despertaba al mediodía, les mentía en los estudios. Y siempre a las faldas de su madre, una ignorante sin estudios que no se adaptaba a su nueva condición de privilegiada, de “señora de”, que se empeñaba en seguir fregando a mano los suelos del inmenso chalé, como había hecho de recién casada en el apartamento alquilado en la capital. Su madre siempre protegiéndole, dándole dinero a escondidas, derretida por una caricia o sonrisa del sinvergüenza. ¡Tú es que eres un bruto!, le gritaba Fernando a su padre cuando éste arremetía contra las debilidades de la timorata esposa y madre.

Rafaela había compartido juergas con Fernando durante los primeros años, las había soportado después cuando ya su trabajo le impedía trasnochar, le había escuchado en sus interminables lamentos por sus fracasos en la carrera, le había confortado en sus mentiras, había estado siempre a su lado y, sobre todas las cosas, había creído en él. Cuando Fernando terminó al fin la carrera y el padre celebró una cena en su honor, con champán Moët Chandon, y entre brindis y brindis le dio un abrazo, y le ofreció a Fernando un puesto de categoría en la empresa, Rafaela pensó que su vida empezaba de nuevo, que ya ahora serían, como habían soñado desde el principio, Rafaela y Fernando para siempre.

Con estupor acogió ella su primer ataque súbito: si no hubiera sido por ti, habría acabado mucho antes la carrera. ¿Cómo por mí?, acertó a decir ella. Pues sí, por tu egoísmo, siempre con tus viajes al extranjero, tus estudios, tu familia, tus responsabilidades en el trabajo. ¿Y yo qué? ¿Es que yo no valía tanto como todo eso? ¿Es que tú te crees más por tu familia? No sé de qué me hablas, farfulló ella, pero Fernando ya salía airado por la puerta. Rafaela calló y creyó comprender: demasiada presión, frustración, fracaso. Ahora ya por fin dejarían toda esa desazón e incertidumbre atrás. A Fernando le había regalado su padre hasta un coche, ahora había llegado el momento en que disfrutarían, viajarían juntos, serían independientes y compartirían alegrías y preocupaciones. Había llegado el tiempo de madurar.

Pero Rafaela, inopinadamente, se fue a trabajar a cuatro horas de distancia de la capital, ella que ni siquiera conducía y había acabado por odiar los autobuses. Fernando no se opuso; ahora estaba centrado en el trabajo de la empresa, apenas tenía tiempo para dedicarle a Rafaela a diario, y al fin y al cabo se trataba de algo temporal. Ahora era la oportunidad para demostrarle a su padre y a todos que él era tan capaz como cualquiera, como su mismo hermano mayor, el sagaz e inteligente, comprobarían que podía ganar su propio dinero y gastarlo como le viniera en gana.

Rafaela no acababa de explicarse qué hacía allí tan lejos, pero al firmar el contrato por un año sintió un alivio que la confundió durante un tiempo, hasta que prefirió no pensar más en ello. Alquiló una casa con unos compañeros del hospital, y cada noche se sorprendía de dormir plácidamente, de no echar de menos los modales cada vez más adustos de Fernando, quien olvidaba darle el acostumbrado beso de buenas noches, quien ya no la abrazaba antes de dormir porque estaba cansado, quien se molestaba si ella se indisponía por la noche. Rafaela observaba con admiración, en las visitas que a sus compañeros les hacían sus respectivas parejas, la tranquilidad que se respiraba en la casa, la cantidad de planes que hacían juntos, la forma civilizada y afectuosa de discutir las cosas. Rafaela nunca sabía cuándo iba a estallar Fernando, cuando ella iba a decir algo que él consideraba injusto o equivocado, cuándo ella no iba a comprender lo estresado que andaba en el trabajo. Ya no hablamos como antes, decía ella, parece que ya no me quieres. Ya estás con lo mismo, gritaba él, con tu egoísmo, malinterpretas todo lo que digo, ya no valoras todo lo que hago por ti, parece que lo haces adrede para joderme ahora que me va bien, ¿no ves que vengo hasta los huevos del trabajo, de mi padre y de mi hermano? Parece que tú también quieres provocarme, como si no tuviera bastante con ellos.

Rafaela se marchó sin saber por qué, pero ahora comprendía, con cada noticia del periódico que recortaba para su álbum, que huyó para poder estar a solas con su silencio, para poder dormir sin compañía. Fernando no había venido a verla. Habían pasado ya seis semanas y sus compañeros y la gente del hospitial le habían causado muy buena impresión. La habían acogido con los brazos abiertos y la incluían en sus planes. Pero seis semanas no era suficientes para que Rafaela saliera de su timidez, esperaba ávida cada sábado la visita de Fernando como este le iba prometiendo. El séptimo sábado Rafaela se quedó sola en la ciudad aún por descubrir. Sus compañeros de piso habían programado una excursión de fin de semana con algunos amigos al campo. Rafaela rechazó la oferta, y se quedó sentada a la mesa del desayuno durante largo rato mientras esperaba a Fernando. A la una por fin supo de él: se había liado en el trabajo y estaba muy cansado. Pero a la noche había programada una cena con los trabajadores, era ella la que debería venir. Pero es que ya me había hecho idea de que íbamos a estar aquí, con la casa tranquila, y ya lo tengo todo preparado, te he comprado tortellini y la cerveza que te gusta, y además ya sabes que no me gusta conducir y la única forma de volver mañana, si me fuera hoy en autobús, sería traerme el coche, pero no me atrevo a meterme por la ciudad, y menos esta que no la conozco, ya lo sabes. Fernando no le dio opción: yo siempre he hecho todo por ti, ahora te toca a ti demostrar que eres capaz de venir por mí, para una única cosa que te pido me vas a salir otra vez con tu egoísmo proverbial.

Rafaela no tuvo elección: pasó el fin de semana sola. Al séptimo fin de semana llamó a Fernando, que es mejor que no te molestes ya en venir, le dijo, si es que estabas pensando en ello, que ahora soy yo la que quiere quedarse sola. Pero unos días después Fernando se presentó en el piso: traía una caja con los regalos que ella le había hecho a lo largo de los años, pequeñas bobadas, tarjetas, velas, cajas de chocolate vacías, libros, muñecos u objetos que le recordaban a él y que ella compraba en kioscos y pequeñas tiendas, incapaz de no verle acompañándola en cada momento de su vida, aunque en ocasiones estuvieran tan lejos. Siempre hay algo especial que nos acaba uniendo, pensaba ella, seríamos incapaces de estar separados, en el fondo somos como dos drogadictos que se necesitan mutuamente, necesitamos la magia de nuestro amor. Nos compenetramos perfectamente, yo tan blanca y él tan morenito, la dulce niña buena y el malote de la clase. Las lágrimas de Fernando hacían charcos en el suelo, junto a las ruedas de su coche, mientras Rafaela sostenía la caja de plástico: he perdido a la mujer de mi vida.

Rafaela pasó el año trabajando, confiando ingenua en los milagros del tiempo. Todo pasa, un mes más, se decía cuando las tardes después del trabajo la sorprendían llorando, un mes menos, ya queda menos para saber vivir sin ti. Apenas salía de casa, si acaso para compartir alguna actividad tranquila con los compañeros: un paseo, una copa rápida después del trabajo. Ni siquiera aceptaba una invitación al cine: le recordaría demasiado a Fernando, a cómo le acariciaba el brazo entero en sus primeras citas, hasta que le provocaba molestas cosquillas, pero ella se callaba, deseosa de sus ternezas, no podría dejar de pensar en sus besos largos durante los créditos, echaría de menoss la manía de no levantarse del asiento hasta que se encendía la luz de la sala. No estaba para fiestas, a las pocas que asistía lo hacía por obligación, por no desligarse del grupo de trabajo, pero le faltaba la alegría, la vitalidad, el espíritu de niña que obtenía de Fernando, la confianza que había aprendido en la mano de él a los 16 años, desde que empezaron a caminar juntos bajo el sol feliz. Toda la energía la reservaba para el trabajo, ahí encontraba sus mayores satisfacciones, en los pacientes que cada día le agradecían su total dedicación.

Al año regresó a casa de sus padres, en la capital. Fernando se acercó una tarde a verla, y a ella se le rió descontrolado el corazón. Quizá todo ya había pasado, quizá se habían olvidado los gritos y el silencio, quizá –si no las palabras- les uniría como siempre la química, la adicción de sus cuerpos, el reconocimiento candoroso de los corazones. Puede que un año fuera tiempo suficiente para volver a empezar. Fernando le contó, como a su más querida y vieja amiga, tratando de compartir su recobrada alegría, que esperaba un hijo. Rafaela sintió cómo se desgarraba por dentro mientras huía a trompicones del salón, y finalmente se tronchó por fuera en alaridos terribles una vez que su madre lo invitó a salir de la casa. La muñeca de porcelana no había aguantado, había acabado por fragmentarse en mil trozos irreconciliables.

¿Qué había conseguido durante todo este año de paciente, resignada esperada? ¿Cómo podría seguir, empezar de nuevo, caminar para atrás? El mundo no existía, el amor era un engaño, su torpeza imperdonable, su ingenuidad pecaminosa; la actitud de su amor, del amor de su vida, incomprensible. ¿Había intentado alguna vez entender él lo que le pasaba? ¿Había querido escuchar cuando ella le hablaba de su soledad, sus heridas, su decepción? ¿Cómo podía siempre él tener razón, justificar sus gritos, sus cambios de humor, sus ataques? Ya lo había dicho él, se te ha cruzado un cable y te vas a arrepentir. ¿No la iba a querer por siempre? ¿No había estado ella angustiándose, culpándose por el sufrimiento que le causaba a Fernando, al amor de su vida, a la persona que más quería, que juraba no poder vivir sin ella? ¿Y no le venía él ahora con que había encontrado a la nueva mujer de su vida, y que esperaba un hijo de ella? ¿Por qué tendría que escucharle ella?

Y Rafaela se volvió loca, se hizo la oscuridad, alguien vino a recoger los trozos de la muñeca muerta. Él nunca fue capaz de comprender que la noche no vino porque ella quisiera volver con él, que la noche venía de antes, de cuando la incomunicación a gritos comenzó a tapar la luz del sol, de cuando voces y miedos, complejos e inseguridades, ofuscación y desplantes, eclipsaron la luz inmensa del astro rey, su dominio eterno. Él ya la había perdonado, el daño terrible e irreparable que le provocó la actitud de ella, repentina, irresponsable, radical; se apiadó de ella cuando supo que sus padres la habían llevado al centro de mujeres maltratadas.

Pero todo el mundo sabía, su mujer, sus padres, la gente de la empresa, su círculo de amigos comunes, que él nunca le había hecho mal ninguno, que jamás pondría la mano encima a ella ni a nadie, que preferiría morir o matarse antes que hacer algo así. Él no había hecho más que quererla y cuidarla, ella había sido lo más importante para él, todos habían visto que él hacía siempre lo que ella quería, había sido su esclavo, su monigote. Todo lo había hecho por ella, y ella se había acostumbrado, no había sabido valorarlo, y ahora al fin, cuando ya era demasiado tarde para él, ella se arrepentía. Ya se lo había advertido Fernando muchas veces, en más de una ocasión le había dicho que estaba loca. Y ahora podía comprobarlo toda la gente, adónde la habían llevado su ceguera y falsa superioridad, qué había conseguido con su egoísmo y terquedad, ya sabía todo el mundo que estaba loca. Pero había sido la mujer más importante de su vida, y a Fernando no podía sino causarle lástima su estado actual.

Lo que Fernando nunca podría entender es que era tarde para los dos, también para Rafaela, sentada en su sillón verde leyendo el periódico. ¿Hasta dónde puede llegar el desmorone?, se preguntaba en alto; interrogaba a Rosa y rememoraba su pavorosa historia, dibujaba terribles cruces rojas sobre la foto de las guerrilleras de Colombia. Las chicas de las FARC, que habían logrado escapar de la organización, con las caras cubiertas querían avisar a las jóvenes de que la guerrilla era el espanto, de que aquella era la tierra de la atrocidad y la violencia, de que nunca podrían ser madres ni convertirse en seres completos.

Las chicas de las FARC, con sus hijos asesinados a cuestas, volvían para contarlo, para avisar a las incautas. A Rosa nadie le había enseñado que una mujer no debe aguantar ni un solo golpe del hombre, que la sociedad no lo permite, que los gobiernos ofrecen medios antes de que sea demasiado tarde, que el maltrato físico se previene desde la escuela. Rafaela pensaba que alguien debería saber que ella había vuelto a ver el verde de los parterres, a percibir la tierra húmeda, después de meses con la mirada ciega fijada a través de la ventana, que volvía a sentir la libertad de los pájaros en la fuente, a paladear el frescor del agua cayendo en cascada del surtidor.

A Rafaela, con su vestido de rosas y sus ojos añil, sentada en el sillón verde, le gustaría que un día los niños de la residencia supieran que ella había vivido durante un tiempo como un fantasma, que confundió la vida con la muerte, el amor con la sinrazón, que el eclipse había sobrevenido mientras ella creía hallarse en el centro del sol. Alguien debería saber que ella, como Rosa, como las madres de todos esos niños, también había estado allí, en la ignorancia, que ella tampoco sabía, que nadie le había enseñado, qué significa ser mujer. Que ella había estado allí, pero que había vuelto para contarles a los niños y a las niñas que otra vida era posible. Que ella lo sabía porque había sido la muerte, la ceguera, la oscuridad, y después, al fin, fue la luz, y Rafaela vio, y Rafaela comprendió.

Algún día los niños y niñas futuros sabrían que nadie tiene derecho a apropiarse de su mirada, a quitarles la luz, a oscurecerles el alma. Entenderán que jamás deben poner su felicidad en las manos de otros, dejarse agarrar por las muñecas, entregar cuchillas con las que les corten las venas. Porque entonces dejarían de ver el verdor de los parterres, no podrían sentir más el frescor del surtidor, el aleteo de los pájaros. Y eso no es posible, Rosa, no, no puede ser, un día se lo diremos a todos los niños y niñas, toda la sociedad lo sabrá, nuestras historias no aparecerán en los periódicos. Rosa no responde, pero comprende, vaya que si comprende. A un tiempo y en silencio fijan ambas la mirada en los niños que juegan en la fuente. Ese día en el que ellas hablen y todos sepan, Rafaela dejará al fin de recortar noticias en los periódicos.





1 comentario:

  1. Genial.
    Y alguna vez pensaste que ya era demasiado tarde. Y ahora la primavera prende!!!!

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