jueves, 24 de marzo de 2016

Random things en una tarde de Semana Santa


En dos días puedo comprarme perfectamente veinte libros, mangar uno, y recoger dos bolsas de ejemplares viejos del contenedor de basura. Quizá en otra vida quemé libros en hogueras, destruí bibliotecas enteras, hice mi guerra contra el saber, y ahora me vuelve el karma como una condena inexorable.
En una vida futura seré romancista, un viejo con frío en los huesos y joroba en la espalda que irá de pueblo en pueblo contando historias, recitando romances, aprendiendo cuentos. Tal vez aún pueda ocurrir el milagro de desarrollar joroba en esta vida presente.
Otro año más tengo un padre que cumple años, repetido y viejo como la película de Ben-hur que lleva varias horas viendo, sentado tras de mí, con sus cascos en las orejas sordas. ¿Quedarán aún familias enteras sentadas en el sofá arremolinadas en torno a la tarde viendo Ben-hur? Yo puede que nunca haya visto ni siquiera un fragmento. Pero el día que dejen de echar la película por la tele (o mi padre de verla, que será lo mismo), me costará mucho más entenderme.
Me gusta ir conociendo a las personas poco a poco, ser observadora de su evolución, de cómo se revelan ante cada pequeña circusntancia de la vida. No creo en las primeras impresiones; me gusta poder cambiar de opinión. Y descubrir así a personas tan corrientes y pequeñas que de pronto se convierten en perfectas y plenas. Y que ya lo son para siempre.
Solo puede existir la imperfección perfecta, el amar a los demás por el equilibrio de sus limitaciones, o por la lucha contra ellas. Personas malhumoradas, locuaces, calladas, amargas, excesivas, insignificantes, pacíficas, vehementes o turbulentas que de pronto se colocan el corazón en la mano, y se exponen valientes para que tú las veas.
Me gusta pensar que no todo el mundo puede verme, ni aún con mi corazón en la mano.
Está bien a veces decir no, aunque sea demasiado tarde, aunque quedes fatal, aunque la vergüenza y la culpa te indiquen que deberías haberlo hecho mucho antes. Nos hemos montado un mundo con demasiadas responsabilidades, donde no hay tiempo para equivocarse ni oportunidad para arrepentirse. Coge tu sombrero y tu paraguas, no sea que llueva aunque en el cielo luzca el sol, y preséntate cada día en la oficina a las nueve menos tres.
Como una gallina sin cabeza. Me ha hecho gracia acordarme de esta expresión, y un poco menos entenderla por primera vez. Como pollo sin cabeza, me doy cuenta ahora de que así es la expresión original. Pero al borde de los cuarenta, me veo más como gallina. Casi huera, quién sabe. A lo mejor estoy a punto de poner el gran huevo, y aún no lo sé. Confio. He aprendido que es lo único que puede hacerse. Lo contrario es ser... gallina sin cabeza.
El antónimo exacto de gallina decapitada es espalda dolorida. Entonces dejo de hacer todo eso que tanto cansancio me trae y que no sé si me lleva a algún lado, y cuando paro es cuando todo lo que busco llega: un pájaro se acerca a mi balcón en la ciudad, y yo lo veo sin prisa en un segundo eterno; escucho a Lorca musicado y muero cuando dice Soledad Montoya "vengo a buscar lo que busco,/ mi alegría y mi persona", y después me pregunto si todo el mundo sufrirá como yo con la perfección de la palabra que pone en un momento el mundo del revés como un calcetín maloliente y agujereado.
Veo ovejas a los lados de la carretera, entre el verde luminoso de este día de primavera. Mirar a las ovejas es como mirar al cielo y ver nubes alegres y blancas entre la luz inocente del día. Las ovejas saltan y dejan en el alambrado de mi imaginación vellones de paz. No comparto en absoluto la mala fama de las ovejas: para mí son la esperanza.
El flamenco me despierta el ansia por los toros, ese anhelo de la emoción más verdadera que te sobreviene perfecta y orgásmica. Más tarde me siento enfrente del ordenador y escribo mis bobadas. Me he metido en una tarde sin historia, larga y conocida como la película que ve mi padre.
Siento cierto respeto por mis dos hernias: me paran y me gritan bien alto "adónde vas, muchacha". Y yo suelto un ay callado, y les hago caso.
Desde aquí, ya en el campo, observo pájaros nuevos que se colocan de diademas las flores breves del árbol que es mitad ciruelo. Y me visto yo también de comunión: ya no veo el árbol, lo siento, lo entiendo, soy parte de él.
Contemplo como Blake el mundo en un grano de arena, y sé que todo está bien. Que nada tiene que ser porque ya es. Y que siendo es como una se hace a sí misma y renueva el mundo.
Todo lo que hace falta es una tarde larga, y escribir cosas sin importancia.
La película ha terminado. ¿Qué haces ahí toda la tarde?, pregunta mi madre sin esperar contestación. Y en el no esperar nada, me ofrece a mí la respuesta.



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