La afirmación de que cada gota de agua que llevamos en el pico contribuye al bien del mundo puede conducir a cierto desánimo y escepticismo. Quizá se entiende mejor desde el punto de vista que ofrece Hannah Arendt y su teoría de la banalización del mal: los grandes males no los causan los malvados y poderosos, sino las personas pequeñas y corrientes que asumen y acatan el orden establecido puesto que no es posible cambiarlo ni luchar contra él. Rebelarse, en muchos casos, traería invariablente muerte y sufrimiento.
En la película sobre Hannah Arendt (judía que pasó tiempo en un campo de detención nazi, filósofa destacada en sus estudios sobre el totalitarismo, profesora de universidad en Estados Unidos) se muestra cómo desarrolla su teoría sobre la banalización del mal a partir del juicio en Israel al nazi Adolf Eichmann. Escribe Hannah en el New Yorker que Eichmann es un hombre absolutamente anodino y mediocre, incapaz de estar a la altura del extremismo del mal que provocó.
Este hombre no tenía en absoluto ninguna conciencia de haber asesinado a nadie; se limitaba a cumplir su trabajo: organizar en un determinado tramo el paso de los trenes. Y realizó su trabajo con absoluta dedicación y entrega, de lo que se siente orgulloso, pues para él el valor más importante es respetar la ley y trabajar con profesionalidad.
Eichmann está convencido de que cumplió con su deber. Hannah Arendt explica esta situación porque suspendemos la capacidad de pensamiento y se la traspasamos a otro que decide por nosotros. Aunque quizá ese otro u otros a su vez en realidad no pueden decidir nada, y al final nadie parece ser responsable del horror creado entre todos.
Hannah se atreve a dar un paso más allá y plantea que en cierto modo la actuación de los líderes judíos puede estudiarse desde los mismos parámetros, pues se limitaron a acatar lo que no podía cambiarse. Por estas afirmaciones la escritora es acusada de arrogante e insensible, y sufrió el rechazo masivo y visceral de judíos y no judíos.
La misma Hannah, a pesar del rechazo, hizo lo único que estaba en ella hacer: pensar y abrir a los demás caminos del pensamiento. No juzga la actuación de los líderes judíos, y sin duda considera que Eichmann merece la condena de morir colgado. Solamente constata que el mal pervive por la colaboración de las personas anónimas. Como antídoto, propone el pensar, como fuente de fuerza especialmente en aquellos momentos en que todo parece perdido.
Dice la pensadora, y es mi conclusión, que el mal puede ser extremo, pero nunca radical: radical y consciente solo puede ser el bien.
Es difícil pensar cuando las estructuras del mal nos constriñen el cerebro como un casco con tuercas de tortura. Por eso el bien es la revolución, dura, difícil y solitaria. Por eso el mal lo tiene tan fácil, y nosotros somos y nos sentimos tan limitados.
Se equivocaba el águila al mofarse del colibrí con su gota de agua en el pequeño pico para apagar el fuego; no supo ver la conciencia y radicalidad que llevaba el pájaro consigo. Es así como la gota se convierte en necesaria y revolucionaria y como acabará por llamar a otros y apagar el fuego.
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