domingo, 19 de febrero de 2012

La bata rosa (I)

Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse.
Eclesiastés, 1:15

Domingo de carnaval. Con la bata rosa, la casa sin hacer, la ceniza de la lumbre sin recoger, el cuarto sin limpiar ni colocar desde que llegué. ¿Qué cantaba mi padre, que cantaba mi abuela, por carnaval? Un domingo de carnaval, de gitana me vestí... No se lo puedo preguntar a mi padre ahora; ha dejado al reloj del salón haciendo tic-tac, marcando orden y vida, y se ha sentado a descansar en el sillón verde. Durante una semana fueron las diez menos cuarto, impasibles, sin tregua. Yo esperaba secretamente el momento en que volviera y el reloj se lanzara alegre a caminar.

Desde mi atalaya en el sofá, junto a la lumbre, noté cómo se le fue la vista al reloj de pared, de la misma manera que uno percibe un cambio nimio en una habitación e inconscientemente se pregunta cuál es la diferencia. Al momento, sin pensarlo pero con resolución, como un ritual aprendido al que uno se debe, se acercó a ponerlo en hora. ¿Te ayudo, como cuando le damos cuerda? No, hija, si está parado no hace falta. Ahora sigue activo el ritmo de la casa, los golpes del reloj entrelazados con tus toses que no dejan de acudir puntuales, marcando los cuidados, los desvelos serenos, el amor a la obra que tú empezaste.

Hoy es carnaval, y yo me visto con la bata rosa de mi abuela. ¿Nos disfrazamos de otros en carnaval, o somos aquellos que secretamente escondemos, nos convertimos en aquello que el resto del año preferimos obviar? Me lo pregunto porque esta enfermedad no estoy segura de si es algo sobrevenido, o soy más bien yo misma, al desnudo, con la cara de cádaver que se le pone a los enfermos, donde ya se empiezan a adivinar los huesos de la calavera.

Y tengo miedo, miedo que en las noches de frío y sudor de pesadillas y gritos en la cama, se convierte en frustración y anhelos imposibles, en escaleras de las que caigo, en zapatos que se me salen de los pies, en amores que no alcanzo. Por la mañana, como efectos secundarios, dolor de cabeza, mareos, incapacidad para vestirme, inexistencia de planes y deseos; también una voluntad sorda y una esperanza soterrada que me impiden enterrarme en vida. Tiene que haber árboles en algún lado, verdor, una pradera serena, hierbas amorosas que se mezan con la brisa. Tiene que ser posible sentir el sol suave sobre la piel de verano.

No quiero escribir, porque no hay claridad mental, porque no hay epifanías ni revelaciones, porque no quiero poner palabras a lo que quiera que sea esto que me pasa. Porque sigue siendo tabú, porque es algo que yo misma no quiero comprender. No quiero sentir la frustración, el rechazo, la conmiseración, la locura, la incapacidad. No quiero que se acaben los sueños, me resisto a creer que me han cercenado mis capacidades, que me han amputado lo que yo más valoraba en mí.

Precisamente por preservar mi valía, mi reloj interior, la circunferencia perfecta con la que a todos nos dotaron en origen, por expandirla y limarla, comencé a apartarme de la vida. Me faltaba el aliento y el empuje, solo una confianza ingenua en que el tiempo corría a mi favor, y una entrega fervorosa al trabajo. Pasaban las cosas, pero no me pasaban a mí.

Se sucedían los paisajes, los días de sol, los paseos sin fin. Y yo estaba en medio de la postal idílica, pero puede que le faltara el sello para poder llegar a destino. Era una película que discurría ante mis ojos, y yo era la protagonista, al tiempo que aturdida me sentaba como un clavel de pasión y muerte en la butaca carmesí . Vino el amor, y yo no disfruté de sus mieles, de sus aniñados y despreocupados comienzos. Porque se marchó el amor, y yo me aferré a las hieles.


No quiero escribir, porque no quiero saber, porque no quiero que los demás sepan. No quiero comprender que quizá mi incapacidad no es un disfraz, sino mi verdad al descubierto. Como los huesos de una calavera, la enfermedad desvela mi auténtico ser. Las ilusiones y la fe yacen moribundas sobre el lienzo áspero de la bata heredada. Alrededor del cuerpo se ciernen las sombras, la amenaza de la oscuridad eterna. Se oye el ruido de cadenas y el rechinar de dientes, los fantasmas se pasean por mi cabeza, el futuro pende sobre mí como una espada de Damócles.

Es un miedo descorazonador, una angustia como carcoma, una certeza aciaga que avanza como un cáncer. Los huesos arderán con fuegos fatuos, los gusanos devorarán la última esperanza, alguien extenderá la bata rosa para cubrir mis ojos para siempre abiertos.

¿Qué penitencia tengo que cumplir, por qué pecados malditos me hacéis pagar, ángeles del demonio, ángeles del bien y del mal que mi yaya siempre enfrentaba en sus cuentos inventados? Creo que ya es suficiente, tengo que haber cumplido ya con la pena. Pero sigue sin haber vida ni resurrección.

Solo un silencio blanco y cegador que se extiende ante mí como un desierto de nada.



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