viernes, 24 de febrero de 2012

Cajas de secretos

Y mi voluntad sigue,
inútilmente,
empeñada en la lucha más terrible:
vivir lo mismo que si tú existieras.
Ángel González

Dice Cernuda que la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira. Yo también lo he pensado muchas veces, que el amor es mentira, y unas cuantas amigas sabrían repetir de memoria la explicación: dejad al amor de vuestra vida, o sed abandonados por dicho amor eterno, y a los seis meses, nueve a lo sumo, ambos os encontraréis con el nuevo hombre o mujer de vuestra existencia. Os iréis juntos de viaje a una isla paradisíaca y pasaréis the time of your life. Encontrar el nuevo amor de la vida dura menos que la gestación de un niño. Y eso sin necesidad alguna de ser Guti.

En el parque de los Jesuitas, junto a mi prima E., de pequeñas, enterrábamos a los pájaros que nos encontrábamos muertos. Hacíamos un pequeño montículo de tierra junto a los parterres de flores, y hasta trazábamos una cruz sobre la tierra. ¿Qué dignidad puede tener un pájaro muerto y destripado en medio de la civilización? Las señoras pasan y apartan la mirada del ave seca y roñosa hasta que con los días se desintegra por completo. Desaparece sin que nadie le haya dado la más mínima importancia a la muerte del pájaro que antes piaba entre la rosaleda. A lo sumo, la visión de su muerte ha provocado un gesto de asco o desagrado.

Ya de mayores, su hermano, mi primo D., abrió un día una caja de tesoros de la infancia. Apareció un papel en el que había escrito algo a los siete años. Aunque sé de los talentos de mi primo, me sorprendió que a esa edad pudiera un niño mostrar tal sensibilidad y profundidad. Se había muerto un chico de su bloque, un vecinito, y mi primo decía que todo el mundo le iba a olvidar, que pasaría el tiempo y ese niño sería como si nunca hubiera existido. Pero que él lo iba a recordar siempre para que no muriera del todo, para dejar constancia de que un día existió. Hace no mucho comenté esta nota de la caja de secretos con mi primo. No recordaba ni siquiera que hubiéramos visto hace unos pocos años el papel escrito en su infancia.

Otra caja secreta apareció el otro día entre los trastos olvidados de un viejo altillo. Contenía fotos familiares de la época de mis abuelos, incluso de tiempos antes de que mi padre hubiera empezado a ser un niño. Las personas de las fotos parecían estar en la vida para actuar frente a un decorado de alegría. Muchas fotos reflejaban faenas camperas, y resultaba impactante que la vida de hace dos generaciones no haya variado tanto de la que nosotros llevamos actualmente. Hacían herraderos, y entre risas los adultos cogían a los niños pequeños para que recortaran a las churras recién salidas del mueco. Detrás, los niños más mayores esperaban su turno de llamar la atención de la becerra y sortearla sin daño.


En otras fotos, esas personas en blanco y negro tentaban vacas, y reían después saliendo en parejas con un recién llegado inexperto a torear al alimón. Muchas fotos las dominaba mi abuelo, claramente disfrutando de la compañía viril, socarrona y firme de amigos igualmente de traje, vestidos con la elegancia propia de la época. Había grupos de mujeres en bodas y reuniones que lucían su vitalidad bellas y despreocupadas con el glamour natural que hoy se ha convertido en bodas y bautizos en horterada y ostentación. Por último, me llamaron la atención grupos de jóvenes, veinteañeros y veinteañeras, que se tumbaban en la hierba del jardín, se abrazaban unos a otros o se hacían bromas, y hasta jugaban al corrro picarones delante de la que hoy es mi casa.


Nada en nuestra vida actual en el campo difiere mucho de lo que reflejan las pequeñas fotografías: el herradero es una fiesta, las tientas, meriendas y tertulias el pan nuestro de cada día, continúan la alegría y la vitalidad que da la pasión por el campo bravo, jóvenes y mayores se divierten en reuniones con amigos. También encontré fotos de la procesión del Viernes Santo en la que primos y hermanos seguimos saliendo de nazarenos. Y esto mismo, esta afición al campo, esta intensidad en las vivencias, este respeto y deseo de continuar sin apenas darnos cuenta la senda que han marcado el ejemplo y la pasión de los que nos han precedido, la heredarán sin duda los hijos de mi generación.


Quizá por eso el sentido de continuidad es tan consustancial a mí en otros ámbitos de mi vida. Al fin y al cabo soy la mayor, la depositaria de muchas de esas vivencias que se legan en recuerdos, historias y ejemplos. Mi memoria para los datos es pésima, así como mi afición a las fechas y parentescos. Pero me quedo con los detalles capaces de evocar una época y una manera de estar en el mundo, y con las briznas de sensibilidad que escapan como pajas de los fardos del pasado.

¿Es por esto que me niego a olvidar, que sé a ciencia cierta que sin sentir el pasado como parte de mi vida mi presente tendría menos fuerza, menos presencia? Hoy digo como mi primo D. en su nota infantil: yo recordaré para dejar constancia de que una vez fuimos y existimos. No sé cómo ni de qué manera pero el amor no morirá en mí.

(Tengo una caja de flores con recuerdos y vivencias, sentimientos y pasiones, cuya tapa no cierra. Shhh, guárdame el secreto.)

YA NADA ES AHORA, de Ángel González

Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo
Pero nada ya ahora
-ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa-
podrá evitarlo:
exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
ese amor ya sin ti me amará siempre.

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