Había nevado por la mañana; la tarde se quedó verde primaveral. En la dehesa, la luz cálida de la tarde se desparramaba sobre campanillas y margaritas, que se mecían con la elegancia discreta de las mujeres que no se pintan los labios. La sencillez de la tarde contaba la historia de lo fácil que es doblegar la tierra y vencer al invierno. Quizá nunca he estado lo suficientemente atenta para encontrar los indicios de la primera flor antes de que el calor forajido me quite las medias. Me gustaría saber si alguien, alguna vez, ha logrado despertar antes que la primavera.
Las encinas con cuerpos de gigante y el pasto con risa de niño eran el tapiz sobre el que trazar desde la furgoneta un reguero de paja y pienso para dar de comer a las vacas madre. Un banco de becerros nadaba alegre y retozón como innúmeros peces recién nacidos a la grandiosidad aún ignorada del mar. Trabajábamos con los gestos seguros de las tareas que se repiten cada día, con la entrega ardorosa a los quehaceres que devienen en rituales. Dibujábamos un camino por el que la tarde y la vida no podían perderse.
Volvíamos ya a casa, evitando el camino del río desbordado por la nieve de la mañana que la primavera había abortado. Falta una vaca, había comentado la sabiduría natural de mi hermano. Estaba allí, al otro lado del prado, apartada y sola. ¡Va a parir!, exclamé yo alborozada. Nos acercamos con la furgoneta. El churro está muerto, comentan enseguida, con la ciencia de los que saben de las flores antes de que la primavera nos hable de ellas. Parió la vaca de mañana, entre la cortina de nieve y frío que cubrió para siempre el sol. Me tapo los ojos y sollozo.
Como salteadores de casas, recogemos el peso negro del becerro muerto. La parte trasera de la furgoneta se inunda de nieve y sangre. Allí quedó sola la vaca, dando vueltas en torno a la cuna robada, bajo la luz implacable de la primavera.
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