El silencio se escucha con los
ojos. Las margaritas recién cortadas tintinean como campanillas púberes sobre
la madera de la mesa de la sala. La naturaleza, aún inerte, se hace oír
estruendosa como los fuegos artificiales de mayo.
Sabrina mira por la ventana de hace veinte años. Al otro lado del cristal del cuarto donde dormía en casa de su abuela, acierta a ver los fuegos más altos lanzados desde el colegio salesiano de la manzana contigua. Sabrina recuerda cómo decidió entonces que a partir de ese momento amaría por siempre la pirotecnia resuelta en formas fantásticas. Mira, y oye a través del cristal con lágrimas del polvo de los años, el restallido de los colores intensos. Escucha al tiempo el bombear rápido de un corazón de polluelo que por primera vez se da cuenta de que la magia solo acontece en los nidos entrelazados con la argamasa del amor.
Sabrina mira por la ventana de hace veinte años. Al otro lado del cristal del cuarto donde dormía en casa de su abuela, acierta a ver los fuegos más altos lanzados desde el colegio salesiano de la manzana contigua. Sabrina recuerda cómo decidió entonces que a partir de ese momento amaría por siempre la pirotecnia resuelta en formas fantásticas. Mira, y oye a través del cristal con lágrimas del polvo de los años, el restallido de los colores intensos. Escucha al tiempo el bombear rápido de un corazón de polluelo que por primera vez se da cuenta de que la magia solo acontece en los nidos entrelazados con la argamasa del amor.
El reloj antiguo continúa
martilleando rítmicamente en la pared de la sala mientras la abuela se aplica concienzuda en
su solitario juego de cartas. Ras, ras, gruñen los naipes. Ay, señor, se
lamenta doña Brígida. Sabrina vuelve la vista distraída a las flores. Le parece
que de cada brasa amarilla saltará en cualquier momento una ráfaga pirotécnica
que anegará sus oídos ávidos de palabras
sin letras.
Sabrina mira el silencio porque quiere oír. Sabrina busca la vida, y la encuentra en los bodegones inmóviles. Por la mañana caminó hasta la pradera. El verde de mayo ocultaba como una moqueta inglesa la acostumbrada dureza adusta del secarral. Dejó a las familias con niños jugando al balón en el bajo, y evitando a los excursionistas de fin de semana, subió hasta el yelmo por el viejo sendero sin señalizar. Sabrina no se lo reconocía a sí misma, pero no podía sino despreciar los hitos del camino, los montones de piedra en los que el caminante inseguro busca la confirmación de que existe un camino cierto.
A Sabrina le gusta el silencio
de la soledad. No siempre era fácil escuchar en medio de la gente. Sin embargo,
Sabrina había conocido el amor, sabía –ahora que caminaba sola—que la
naturaleza se dirige a las almas que copulan en luz con la sencilla excitación de una niña que relata parlanchina y excitada su juego último, aún
sudorosa por la pasión de la carrera. Sabrina corre por el goce puro de sentir
el viento, juega con la naturalidad con la que un funambulista camina por la
cuerda floja, ama como si bastara respirar para que la vela alumbre en
medio de la oscuridad. Sabrina había querido como si por siempre se hubiera
hecho la luz.
Sabrina vuelve a mirar las margaritas, y en ese momento resuena proveniente del pasado el estallido primero de los fuegos artificiales. Rápidos zig-zags verdes, blancos y amarillos caen sobre la amplia azotea. Sabrina y Hermés se dan la mano y se apresuran escaleras arriba, las sienes de Sabrina palpitando ante el presentimiento de luces entrelazadas, de rayos lanzados al unísono con el cantar del trueno atinando en la diana de un corazón de dos. Sabrina sabe que cada año desde que descubrió los fuegos en casa de su abuela podrá volver a recordar que es el amor quien provoca la magia. Cada mayo, también desde la azotea con Hermés, los fuegos del santo inauguraban los corazones en verano.
Sabrina vuelve a mirar las margaritas, y en ese momento resuena proveniente del pasado el estallido primero de los fuegos artificiales. Rápidos zig-zags verdes, blancos y amarillos caen sobre la amplia azotea. Sabrina y Hermés se dan la mano y se apresuran escaleras arriba, las sienes de Sabrina palpitando ante el presentimiento de luces entrelazadas, de rayos lanzados al unísono con el cantar del trueno atinando en la diana de un corazón de dos. Sabrina sabe que cada año desde que descubrió los fuegos en casa de su abuela podrá volver a recordar que es el amor quien provoca la magia. Cada mayo, también desde la azotea con Hermés, los fuegos del santo inauguraban los corazones en verano.
Esta mañana Sabrina se ha visto
en lo alto del yelmo, tras ascender las escaleras naturales de piedra entre las
flores salvajes que escupe la jara. Solo durante este mes las enormes flores
blancas, de una enormidad amorfa y chirriante, acompañan a los pedruscos de
tristeza perenne en su ascensión infinita. Son estas flores de corta aparición como coronas que inútilmente tratan de prestar vida al cadáver que
marcha en su ataúd en busca de paladas de tierra que acaben por sepultar sus
ojos cegados al fin por tanta vida desnuda.
A Sabrina le gustaría mirar hacia el llano, hacia el lago tras la verdura del valle que desde aquí se abarca en toda su extensión, y escucharlo restallar en un loco proferir de fuegos cuya algarabía se abriera paso entre las rocas de sonrisa petrificada. Pero las flores blancas permanecen mudas, el lago continúa inmóvil como un bebé al que su madre asustada se apresura a escuchar para comprobar si aún respira. El sol del mediodía impide cualquier sombra, y bajo su luz omnipotente las flores blancas palidecen. Sabrina se tapa los oídos al tiempo que se tumba sobre una piedra: una sábana marrón en la que jamás se marcará la huella de un cuerpo, en la que no permanecerá la mancha del sudor de un hombre y una mujer licuándose al unirse.
A Sabrina le gustaría mirar hacia el llano, hacia el lago tras la verdura del valle que desde aquí se abarca en toda su extensión, y escucharlo restallar en un loco proferir de fuegos cuya algarabía se abriera paso entre las rocas de sonrisa petrificada. Pero las flores blancas permanecen mudas, el lago continúa inmóvil como un bebé al que su madre asustada se apresura a escuchar para comprobar si aún respira. El sol del mediodía impide cualquier sombra, y bajo su luz omnipotente las flores blancas palidecen. Sabrina se tapa los oídos al tiempo que se tumba sobre una piedra: una sábana marrón en la que jamás se marcará la huella de un cuerpo, en la que no permanecerá la mancha del sudor de un hombre y una mujer licuándose al unirse.
Sabrina al fin decide desasirse de los recuerdos, pasa la mano sobre la ardiente superficie rugosa extrañamente acogedora en su desnudez, y se dispone a escuchar la respiración de la piedra. La muerte súbita no ha sorprendido a la madre, que escucha aliviada el ciclo rítmico de la inspiración y expiración del bebé. Sabrina escucha el silencio, y comprueba que la piedra respira acompasada.
Sabrina detesta el ruido; en él se siente diluir, empequeñecer, disminuir. En las palabras huecas, en las conversaciones de terraza frente a un plato de aceitunas, en el vociferío de los programas de televisión Sabrina no se encuentra, cree que desaparece, le cuesta encontrarse como tras un mal sueño. Hermés dejó de escuchar su silencio, olvidó buscarla con los ojos abiertos, quería adorarla en medio del ruido como a un becerro dorado.
Y Sabrina desapareció, se palpaba
y no se hallaba, miraba su imagen congelada en el ruido y no se reconocía.
Durante un mayo enteró aguardó cada día los fuegos artificiales. Y solo escuchó
un aullido eterno, terrible, un alarido sin fin que abrió la tierra y engulló a
la Sabrina que desaparecía en el ruido.
No volvió a saber de Hermés. Ahora sube al yelmo entre flores salvajes, larguiruchas como niños con bigote que han extraviado la belleza en el inicio de la adolescencia. Sabrina arranca las flores con las manos, y la resina atenaza sus palmas. Tumbada en la roca de fuego, en silencio coloca sus manos pegajosas sobre la llama y siente que las flores ablandan el alma de las piedras. Con compasión por las palabras muertas antes de nacer en el ruido que aturde a los hombres, las piedras arrullan a Sabrina con ternura. Escucha, Sabrina, tú que huyes de los caminos señalados, tú que escalas paso a paso a través de caminos desnudos, tú que te dejas arañar por la jara ruda, escucha.
No volvió a saber de Hermés. Ahora sube al yelmo entre flores salvajes, larguiruchas como niños con bigote que han extraviado la belleza en el inicio de la adolescencia. Sabrina arranca las flores con las manos, y la resina atenaza sus palmas. Tumbada en la roca de fuego, en silencio coloca sus manos pegajosas sobre la llama y siente que las flores ablandan el alma de las piedras. Con compasión por las palabras muertas antes de nacer en el ruido que aturde a los hombres, las piedras arrullan a Sabrina con ternura. Escucha, Sabrina, tú que huyes de los caminos señalados, tú que escalas paso a paso a través de caminos desnudos, tú que te dejas arañar por la jara ruda, escucha.
Y Sabrina desparrama la vista por
las rocas que se vuelven caras que le cantan canciones sobre las almas que vagan
entre ellas. Escucha, niña, en nosotras está la verdad, escúchanos, escúchate,
oye el canto de la naturaleza, la canción de los seres sin ánima. Más allá de
las rocas, el lago inerte hipnotiza una vez más los ojos de Sabrina que escucha
en trance como si mirara las serpientes sobre la cabeza de una medusa.
Sabrina cree que flotar sin vida sobre un lago no sería morir, sino vivir como lo hacen los objetos inertes de la naturaleza. Descansar en un lago significaría comulgar vida sagrada, interpretar la oda del silencio, volar sin ser escuchada como lo hacen los buitres que anidan entre las rocas milenarias.
Sabrina cree que flotar sin vida sobre un lago no sería morir, sino vivir como lo hacen los objetos inertes de la naturaleza. Descansar en un lago significaría comulgar vida sagrada, interpretar la oda del silencio, volar sin ser escuchada como lo hacen los buitres que anidan entre las rocas milenarias.
Aquello que se ve en el silencio
es siempre inmenso, piensa Sabrina. La mancha fresca del lago, solo abarcable
desde la cima del parduzco yelmo; los buitres situándose en las alturas por
encima de la muerte. Los pájaros carroñeros se atracan de muerte, y así es como
hacen para seguir viviendo. Sabrina escucha el planear inaudible de las
poderosas aves, la calma inmóvil de la superficie del lago que sin embargo late en la
profundidad divina. En completo silencio, estallan los primeros
fuegos de artificio, verdes, blancos y amarillos como las margaritas del ramo que después regalaría a su abuela.
Sabrina sabe que lo que arrastra el ruido nunca vuelve a resurgir en el espacio diáfano y claro del silencio. Más allá de las rocas, por encima de los buitres, contra el horizonte dibujado por el inmenso lago del valle, las formas fantásticas de los juegos pirotécnicos se escuchan con los ojos del silencio. Entre el yelmo y el horizonte, entre su mirada y el borde último del lago, solo el vacío y el silencio, la claridad y el canto.
Sabrina se lanza colina abajo.
Observa ahora una vez más en la sala las margaritas que arrancó en el valle, a los pies
del sencillo regato que acaba por desembocar en el soberbio lago. Las margaritas no empapan de resina las manos. Sabrina despega las
manos de las rocas y se las lleva al corazón. Sabe lo que aprendió de su
abuela, a quien ahora acompaña en su vejez. Con la abuela aprendió que la magia existe donde ocurre el amor, que es en el silencio donde se escuchan
los fuegos artificiales.
Sabrina se pone en pie y camina tomando las margaritas, porque sabe que no hay camino, que solo hay ruido y hay silencio. Sabrina, con el ramo asido, está segura de a qué lado de la barrera del sonido se encuentra ella: del lado donde se camina de la mano del amor, la magia y los fuegos de artificio.
Sabrina se pone en pie y camina tomando las margaritas, porque sabe que no hay camino, que solo hay ruido y hay silencio. Sabrina, con el ramo asido, está segura de a qué lado de la barrera del sonido se encuentra ella: del lado donde se camina de la mano del amor, la magia y los fuegos de artificio.
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