Te observo un día más, encino, y hoy te revelas desvalido e imperfecto. Noto tu tronco retorcido, tus ramas dispares, tu copa demasiado cerca de la tierra. Alrededor, zarzas, ramas caídas, pedruscos y carrascos voraces invaden tu terreno. Un ejército de fealdad y desorden que aúna sus fuerzas para amenazar lo que de puro y alto batalla en ti. La primavera desorganizada se engancha entre los árboles como jirones de ropa vieja. Tus hojas son está tarde airada del verde intenso y doliente de las lluvias de los últimos días. Yo vengo aquí y, como siempre, no sé si hablo de ti o de mí.
Vengo cansada, cansada de luchar contra los brotes verdes que pugan por clavarse como garrapatas en mi alma. No ser, no sentir, no hacer, tampoco escribir. Limitarse a contemplar el terreno sucio y pedregoso, como si la naturaleza hubiera decidido utilizarlo de estercolero. Pararse en el paseo a observar a las ovejas con sus crías mamando, y percatarse del cordero cojo que sigue con paso presuroso al rebaño en su huida; contemplar los espinos de flor blanca que rasgan el paisaje de árboles estériles con la furia de un abrecartas cuando se espera un mensaje temido.
La luz tenue del sol se mueve como la llama de una vela en un baile de amor y desamor con el viento incierto. La tarde es un amante al que nos entregamos con fruición, aún a sabiendas de que acabará por traicionarnos. Va el pequeño bebé en su carro, dormitando. También es imperfecto su llanto, y el temor a que despierte. Y sin embargo no cabe más que amarlo, como amo al árbol, a las ovejas, al campo duro y a ratos hasta a lo mejor que yo tengo.
Las flores de los espinos arañan los troncos escuálidos de los árboles secos que se mantienen en pie a un lado del camino. Somos las flores del espino, hiriente y blanco.
Eso es todo, aunque este niño aún no lo haya aprendido. Vamos de vuelta a casa. Le ocultaré el secreto durante el tiempo exacto en que él sea fuente sagrada de magia e inocencia. Y quizá después despierte y acepte el secreto con la verdad del campo, y sepa amar mi encino y no conozca el sufrimiento de anhelar lo que no existe.
LLega el pastor a atender el rebaño. Le sigue su pequeño hijo con pasos cortos y presurosos como los del cordero lisiado. El niño renquea en el terreno encharcado. El joven padre lo toma en brazos. Se adentran los dos en la primavera del prado en busca de los corderos.
La tarde se ha detenido. Paseo y escribo. Ya no hay viento ni llanto. Así se crea lo que no existe.