Olvidamos las fechas. Quizás nos pasan demasiadas cosas. ¿O es que los días se sucededen iguales? Puede que no tengamos disposición para hacer un huequito para lo especial en nuestras vidas. O quizá lo especial nos resulta indiferente. ¿Sabemos reconocer mientras ocurre el instante de alegría que marcará nuestra existencia, el momento de plenitud que nos revela quiénes somos, la secuencia feliz que después trataremos inútilmente de reproducir en la grabadora de la memoria hasta rayar la cinta?
Se dispersan las fechas como cereal colado por un tamiz, pero al cabo quedan algunos grumos en el cedazo, unos números a los que volvemos cada año al pasar las hojas del calendario. No importa lo que esas fechas fueron en el pasado: lo que cuenta es que hubo un pasado al que damos significación en el presente.
Esas fechas se convierten en hitos en el camino, unen los días que se arremolinan inconexos, dan la impresión de que hay un camino, y se vuelven talismanes que nos ayudan a recorrerlo. Nos ofrecen la certeza de que hubo un pasado que nos pertenece, un pasado que nos lleva hasta quien somos ahora, y como antorchas en la noche nos recuerdan qué es importante para nosotros.
Son esas hojas que arrancamos del calendario de hoy con una mirada nostálgica al pasado las que nos afianzan en el presente y nos indican cómo vivir. Son las migas de pan que tiraba Pulgarcito con la esperanza y la tenacidad de quien confía en volver a casa. Son las piedras de toque que nos recuerdan que hubo vida, que fuimos distintos, que nuestras historias se entrelazaron con las de otros como escalpelo que nos cincela, que esos lazos nos atarán suavemente y para siempre como a globos que flotan en el aire sin escaparse al cielo.
Una de mis fechas favoritas es el 17 de diciembre, porque ese día nació mi abuelo y, tras su muerte, mi abuela esperó a morir otro 17 de diciembre. Se unieron en la muerte como lo habían estado en la vida. Me gusta el 17 de diciembre no porque recuerde a mis abuelos muertos, a los que lloro todavía, sino porque es la celebración del amor, el compromiso y la coherencia de la vida vivida en valores. Recuerdo el sonido del chasquido de los besos de mis abuelos en la cocina mientras yo esperaba la comida en el salón.
Cuando murió mi abuela habló el cura de que somos amor, y yo pensé que quizá decía eso no por cumplir con el trámite, sino porque quizá llegó a conocer a mi abuela. Sin embargo, tú no me acompañaste en sus muertes para saber que mi abuela era amor. Quizá por eso aún no la he acabado de llorar.
Otra fecha marcada en rojo en el calendario es el día de mi cumpleaños, un día dedicado a recordar que tenemos la capacidad de hacer cualquier día especial, la necesidad de los amigos y una rendija por la que siempre sopla la corriente de la alegría.
Hoy es 31 de enero, y quizá sigue sin ser especial para quien no tiene esta visión de los cumpleaños, pero para mí no deja de ser un hito en el calendario, una miga de pan que me recuerda que hubo un hogar. Pasamos las hojas del calendario, y no solo miramos hacia el pasado, sino que la sucesión de días nos conduce vertiginosamente al futuro, de modo que al fin lo que nos recuerda el almanaque es la necesidad de afianzar los pies en las 24 horas que nos ofrece la hoja de hoy.
Planto los pies en el pasado feliz e imposible que cada noche vuelve anhelante en sueños incómodos de los que despierto bañada en miedo. Los enraizo en la alegría de sorprenderme bailando "Singing in the Rain" en la mañana de sol, en las conversaciones sencillas compartidas en un consultorio de pueblo, en viejos reencuentros que dan cuerda a la maquinaria del presente, en llamadas cálidas de los amigos que atraviesan conmigo las puertas acristaladas del pasado y el futuro. Pongo los pies firmes en la certeza de que siempre se cuenta con un hogar donde juntar calor, con unos recuerdos que te permiten flotar en el aire con cintas de colores, con unas vivencias que te dicen quién eres y de las que aprendes quién quieres ser.
Con los pies bien asentados en las 24 horas del día de hoy, sé que existe el amor porque quedó apresado en tantos tacos de calendario, en todas las cartas fechadas, en las servilletas firmadas, en los miles de besos hondos sin fechas de caducidad. Sé que existe la plenitud porque la viví a tu lado, comprendo que todo el amor derrochado mereció la pena aunque derribara la presa al desborbarse y anegara todo a su paso.
Este, aunque confío en que nunca vuelvas a leerme, es mi regalo para ti hoy en el día de tu cumpleaños. Y este el regalo que en el tiempo que quede por venir me traerá cada año el 31 de enero pintado en el calendario: no la condena del ahogo en el río desbordado de amor infectado de lodo, sino la libertad de inhalar frente al lago límpido la fragancia fresca del amor y la felicidad pura que vuelve, se repite y se renueva como siempre ha sido.
Respiro la calidez del pasado que asciende desde la criba como el humo de una tarta recién horneada, y miro al futuro para seguir caminando en busca de los momentos felices de cada día del año. El 31 de enero trae la libertad de poder volar con un corazón como un globo dulcemente amarrado a cintas de colores. Regalo y presente no dejan de ser sinónimos: el regalo del 31 de enero es poder vivir el momento actual sabiendo que el amor y la plenitud nos pertenecen por el mero hecho de poner los pies en las hojas del calendario.
CUMPLEAÑOS DE AMOR (Ángel González)
¿Cómo seré yo
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.
Seguramente,
mis sucesivos cuerpos
—prolongándome, vivo, hacia la muerte—
se pasarán de mano en mano,
de corazón en corazón,
de carne a carne,
el elemento misterioso
que determina mi tristeza
cuando te vas,
que me impulsa a buscarte ciegamente,
que me lleva a tu lado
sin remedio:
lo que la gente llama amor, en suma.
Y los ojos
—que importa que no sean estos ojos—
te seguirán a donde vayas, fieles.