Me ha vuelto a dar el dolor de espalda. Sin hacer ningún movimiento raro ni esfuerzo alguno, cling, ahí está. Inconfundible. Y otra vez a vivir los síntomas, dolores y molestias. Todavía estoy en la fase incicial, aunque ya con bastantes dolores y sin apenas poderme mover. ¿Cómo seguiré? ¿Podré ir a trabajar mañana? Se trata precisamente de no pensar más que en el momento presente. Creo que ese es el sentido y la enseñanza del dolor de espalda: obligarte a parar, a dejar de hacer y, sobre todo, a dejar de pensar en hacer.
A veces los días que han pasado parecen infinitos: en el bosque arrasado nacen árboles de raíces firmes y pequeñas flores de alegrías amarillas. Y otras veces el tiempo se revela como un exiguo puñado de arena cósmica que se pierde en la galaxia. Y yo me elevo y me pierdo entre planetas, satélites y asteroides, donde de pronto se sabe de nuevo que vivir es evaporarse, dejarse ir, deshacerse en el polvo que flota esponjoso en la Vía Láctea.
El dolor de espalda me saca de los planes, de las prisas por recuperar un tiempo que de nuevo hay que dejar de llamar perdido, de la necesidad de la alegría, del imperativo de encontrar un sentido entre la inevitable corrupción de la inocencia que ni los individuos ni el sistema somos capaces de preservar.
Y por eso tiene un sentido que hoy, ahora mismo, esté sentada en mi mecedora azul escribiendo de nuevo. Todo confluye en el presente, y no existe más que este momento que desaparece y se transforma en cada renglón que tecleo.
La vida es mi sillón azul, la manta eléctrica encendida en el nivel cuatro, el tictac del reloj de Ikea, el ruido de los cacharros mientras me hacen una tarta con galleta en la cocina. La vida son los tiempos y los ritmos que mi cuerpo conoce y resguarda como una madre a su cría.
Otra vez el dolor de espalda viene con su rosario de dolores e inmovilidad como recordatorio de que no es en el movimiento en sí mismo- ese pie tras otro que nos coloca maquinalmente la vida industrial tras las ventanas- donde se encuentra la realización.
Venía junio cargado de proyectos de alegría, de días de sol entre amigos, de actividad al aire libre, de tiempo para sentir y crecer. Como un pájaro que regresa al calor y a los días de verano, volvía la agenda a llenarse de determinación con fe, de motivación con esperanza, de reencuentro con gozo.
Y sin embargo, tampoco es eso; tampoco es ahí donde está el sentido, parece querer decirme mi cuerpo. O puede que sí lo esté, pero de nuevo recuerdo que solo se puede alcanzar la luz respetando los tiempos. Tiempos que parecen inabarcables e improductivos como extensos páramos. ¿Por dónde camino? ¿Qué líneas trazo en el mapa de mi mano?
Quizá desde esa galaxia lejana donde estos días me invita a perderme mi dolor de espalda empiezan a verse los hondos árboles y las coquetas flores que se abren camino entre los injertos del bosque arrasado como si en realidad siempre hubieran estado ahí. Llega junio, y mis venas asisten a su deshielo. Me inunda la esperanza, me arrasa la fe como el agua de un pantano en el que hubieran abierto las compuertas de la lucha. Es posible la plenitud porque el agua de la convicción, la alegría y la comunión con los demás está a punto de desbordarse.
Suenan las campanas en mi pueblo. Sigue el tiempo su curso: mi tiempo. Aún no me zambullo. Siento, presiento, me dejo llevar por las sensaciones que anuncian un nuevo cambio. Aún no ha llegado otro tiempo. Sentada en mi mecedora azul, no espero ni garabateo proyectos en la agenda. Desde mi dolor de espalda que doma a un caballo desbocado, vuelvo a saber que es ahora cuando estoy en el tiempo.
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