Dice Javier Marías que quizá no debiera seguir escribiendo. Que denuncia lo que está mal para tratar de que mejore, y que sin embargo nada cambia. Que incluso aquellos a los que critica le siguen saludando en los restaurantes sin darse por aludidos. Se pregunta Marías por el sentido de escribir un artículo para cada domingo durante diez años.
Lees los periódicos y los articulistas parecen coincidir en la desesperanza. Algo debía cambiar, pero ahora ya es demasiado tarde, ahora que es todo lo que debería hacerse de forma diferente. Y como resultado nada cambia, aunque paradojicámente cierto cambio sí que se produce aún, pues seguimos yendo, como sociedad, como polis, como ciudanía, a peor. Sin duda a peor.
¿Qué podemos hacer sino entregarnos a ese agujero negro que todo lo devora y nos devuelve las raspas de la nada? Javier Marías no quiere escribir, y yo me pregunto para qué esforzarse en hacer lo correcto, con la voluntad y convicción que ello requiere, por qué empujarse hasta el fondo de los mares procelosos en busca de un poco de ilusión que traer a la superficie.
La crisis, las predicciones funestas, la situación de los desposeídos, la realidad de los que van cayendo a causa del sol azaroso y ciego que a todos nos derrite la cera de nuestras alas de Ícaro... ¿Quién puede mantener la esperanza sin convertirse en un cínico? Puede que tú sigas sonriendo, pero llevas la cara marcada con la mueca grotesca de los que dictan las leyes, de los que se bañan en oro, de los que sustentan sus cimientos en las zozobras de los que ellos nombran débiles.
Y sin embargo no son las cosas ahora diferentes, pasamos las páginas del mismo cuento. Seguimos creyendo que evolucionar significa una huida libre hacia delante, y gastamos las horas en un esfuerzo enconado por escribir sin faltas de ortografía. Nos encerramos en edificios con paredes de cristal y nos ponemos desde los más revolucionarios ordenadores a moldear ese mundo por el que nos lavamos continuamente las manos con jabón aséptico.
Después nos dicen que alguien con más poder, con más tecnología, con más influencia está tocando todas las teclas que invierten el orden de nuestro cuento. Y queremos lanzar por la ventana nuestros ordenadores, nuestras máquinas, nuestra fe en serie recién prensada como el periódico renovado cada mañana. Tirarlo todo, abandonarlo, renegar de ello, porque ya no sirve, porque lo que escribimos -como se queja Marías- ya nadie lo lee. Porque es el fin de la lucha, de la verdad, del hombre entendido como animal solidario, de los ideales. El fin del cuento, el fin de la historia.
Puede que esto mismo lo haya dicho cada hombre, cada mujer, cada sociedad antes de la de hoy, de la de este momento, en un pergamino infinito que da vueltas sobre sí mismo. Que es tarde para escribir, que ya a nadie interesa leer. El papel gira atrapado en la máquina de escribir, y los que dictan la historia nos cuentan que debemos mirar por lo nuestro, preocuparnos por nuestra supervivencia individual.
Que debemos olvidar que una vez existieron hombres que cifraron sus deseos en letras, papeles que embellecían el alma y frases como globos que hinchaban nuestras ganas de ser mejores. Olvidemos que una vez existió una biblioteca en Alejandría. Recordemos en cambio las llamas que la destruyeron.
Estamos todos amenazados; miremos a los que se tiran desde las altas torres, huyamos, decretemos el estado de excepción, arrasemos la ciudad a nuestro paso. Mientras corramos, aún existe salvación para nosotros.
Jamás te detengas, olvida a los que cayeron, a los que caen, a los que trataron de resistir, a los lentos, a los confiados, a los pobres, a los mermados: las ruedas gigantescas, inexorables y ciegas de la historia, de la crisis, del poder, de la irresponsabilidad y el egoísmo hacen desaparecer los cadáveres aplastándolos entre la tierra del camino.
Que debemos olvidar que una vez existieron hombres que cifraron sus deseos en letras, papeles que embellecían el alma y frases como globos que hinchaban nuestras ganas de ser mejores. Olvidemos que una vez existió una biblioteca en Alejandría. Recordemos en cambio las llamas que la destruyeron.
Estamos todos amenazados; miremos a los que se tiran desde las altas torres, huyamos, decretemos el estado de excepción, arrasemos la ciudad a nuestro paso. Mientras corramos, aún existe salvación para nosotros.
Jamás te detengas, olvida a los que cayeron, a los que caen, a los que trataron de resistir, a los lentos, a los confiados, a los pobres, a los mermados: las ruedas gigantescas, inexorables y ciegas de la historia, de la crisis, del poder, de la irresponsabilidad y el egoísmo hacen desaparecer los cadáveres aplastándolos entre la tierra del camino.
Como si nunca nada hubiera sucedido.
Hay quienes se empeñan en escribir, y así se marcan y condenan. Huyamos de la ballena de la tenacidad y de la esperanza porque su absurdo nos arrastrará hasta su barriga sanguinolenta. Aunque sea también esa misma ballena blanca la que nos permita respirar diez minutos cada hora.
Nos quieren individuales, nos quieren solos, nos quieren derrotados, incapaces, descreídos. Pon tu cabeza sobre las aguas, y sabrás como los indios con su oreja pegada a la tierra que un ejército se aproxima retumbando bajo el océano inabarcable.
Nos quieren individuales, nos quieren solos, nos quieren derrotados, incapaces, descreídos. Pon tu cabeza sobre las aguas, y sabrás como los indios con su oreja pegada a la tierra que un ejército se aproxima retumbando bajo el océano inabarcable.
Cuando las ballenas respiran, su aliento sale por la nariz en forma de chorro hacia arriba. Cuarenta minutos bajo el agua... nuestro tiempo se acaba.
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