martes, 3 de julio de 2012

El cuerpo sabio

Apenas puedo decir de ningún día que sea infeliz. Si hay alguno menos afortunado suele ser por alguien que viene y lo jode. Pero no acaban de estropearlo del todo; no les doy ese poder. Yo procuro rodearme de gente buena, de cosas simples y de sentimientos suaves. Mi única ley es no actuar de mala fe. Por lo demás, trato de mejorar la vida de mi alrededor si está en mi mano. Al fin y al cabo, la sonrisa, la alegría y la belleza mejoran la vida de todos. Aún así, si tengo que decir no, sanamente lo digo.

Hoy también puede ser un día feliz. A esta hora de la tarde, un poco achicharrada junto al ventanal de la terraza donde se estrella el sol. En el sillón desvencijado pero deliciosamente cubierto con una colcha azul aplico calor de manta eléctrica a mis doloridas lumbares. De otros calores, estoy hoy desprovista. Pero ni el calor, ni el dolor de riñones ni la soledad obligada traen infelicidad al día.

Incluso pienso que nada puede haber mejor en este momento que pasar un día o dos con la casa tirada, sin duchar, comiendo cualquier cosa, durmiendo a deshoras y sin salir a la calle (haré una excepción para regar a las pobres plantas, sin culpa de nada). Y todo ello sin necesidad de haber pasado una noche en blanco ni de sufrir la resaca del siglo.

El cuerpo nos indica el estado de la mente, de eso -después de partirme físicamente en dos- ya he dejado de tener dudas. Por eso ahora lo escucho, tengo la oreja presta, y procuro seguir las señales que me va dejando sobre el camino a seguir. ¿Son buenas las verduras? ¿Son malos los dulces? ¿Cuánto dormir? ¿Qué actividades realizar? Mi cuerpo lo sabe. A veces me pide acción, y otras calma; en ocasiones quiero ensalada de frutas y otras veces tengo que zamparme una buena tarta. Como es supuestamente más sano, hay días en que tomo té. Pero si el body me pide una buena taza de café, café calentito le doy.

Ahora yo iba corriendo como una loca. ¿Hacia dónde? Puede que simplemente hacia la actividad en sí misma. Tengo que hacer, que ver, que contar, mi actividad debe poder ser analizada cuantitativa y cualitativamente. Tantos viajes, meriendas, reuniones, obras de provecho, aprendizajes, visitas  y reflexiones. Ya es hora de que deje de mirar a mi alrededor, tengo que poner mis pies de Dorothy en un camino amarillo y empezar a andar sin saber hacia dónde me dirijo. ¿No dicen que se hace camino al andar?

Y entonces el body va y me dice: para quieta, muchacha, ¿a dónde te crees que vas? Caída de pelo, vértigos y mareos, cuatro o cinco herpes todos al tiempo, y sin más ni más, felizmente desayunando, una contractura y un ay, ya me dio. Todo esto en vísperas de la boda más esperada, alegre e ilusionante. El día llegó y lo viví intensamente; feliz, emocionada y rebosante de sentimientos afables y puros por la nobleza del novio y la sencillez de la novia. Llegó la noche, y cual cenicienta con calabaza me retiré del baile antes de que ni siquiera empezara. Aparecí en casa sin uno de los lazos de plata de mis zapatos. (Sin duda, lo ha de tener algún príncipe o ser encantado, y un día de magia el lazo volverá a sus zapatos amarillos.)

Cada vez más, el tiempo de mi vida se mide cualitativamente. No estoy para alcohol, cariños de la noche, mentiras nocturnas ni unión bajo la luna. Quiero el amor que refulge en la luz del sol, las flores blancas, los vestidos de niña, las verdades difíciles de decir y necesarias de escuchar. Me basta con el milagro de la vida pura y de frente, escondida en la luz diurna como el contenido de un folio bajo los rayos del mediodía. Prescindo de faroles, linternas y otros artilugios con los que buscar el camino. El camino, aunque no lo vea, irradia diáfano bajo la cegadora luz del sol. 

Me pregunto qué viene tras las flores blancas, el verde fresco de los tallos y los vestidos de tul. Qué es lo que queda del amor tras los días de amor. A veces una tristeza que nos baña sin motivo, el vacío de un horizonte lejano y sin relieve, el sinsentido del corazón gastado, de las ilusiones devoradas con sed como la más nívea tarta nupcial. Quizá para eso existe la noche, para cubrirnos con sus sábanas de sombras, para arrebujarnos en sus mantas apagadas. El baile de lobos, las bebidas de brujas, las confidencias de nigromantes para creer, para olvidar, para poder seguir, para guarecer el resplandor del oro de los rayos de sol asfixiantes.

Pero yo solo quiero el día; me siento junto a los cristales acalorados y hago lo que mi cuerpo me indica: con mis lumbares imposibilitadas, me siento y me aburro, me tumbo y espero. Aún debo seguir mirando al sol de cara, conteniendo el sudor de la frente, regando las plantas suplicantes; aprendiendo el lenguaje del lento y dulce latir de mi cuerpo.

Un día seré lechuza y me adentraré en los misterios de la noche, descifraré las voces de las rapaces nocturnas, bailaré alrededor del fuego de los hechiceros. Por el momento planto los pies en la tierra y giro mi cabeza hacia la luz como un girasol. Doy pipas cada día, y por la noche me las como en mi habitación. Quiero olvidar, así me lo grita la noche, mi mente, mi alegría; sin embargo el cuerpo me pide esperar, atesorar rayos de sol en mi cuaderno de anillas, escribir con letra limpia y clara, sonreír a la gente generosa.

Hay odios y rencores que no nos deben abandonar, trapos de sangre que han lavarse en el agua clara, brillos de cuchillos que no deben reflejar los entresijos de la noche. Las heridas de arma blanca pueden ser las más peligrosas, las más dañinas, las más traicioneras. Los puñales se clavan de forma repetida, con la víctima en el suelo, indefensa, con la sorpresa en su cara incrédula.

Las navajas se blanden en la cueva de la noche; sus heridas se limpian con el agua diurna y cantarina en el regato que corre al pie de las colinas.

No hay un día infeliz; el recuerdo se difumina bajo los rayos puros del sol. La noche no trae sombras ni dudas ni lamentos. Es tiempo de caminar lentamente como marca el verano; es época de sábanas limpias, de agua fresca, de caricias de arena. 
                       Pasarán el odio y el rencor que mi cuerpo me pide seguir atesorando todavía por un tiempo; 
                             mientras, crece mi corazón de luna, 
                                                              mis venas de agua dulce, 
                                                                                    mi mente de sol.

Un niño robado, un corazón exprimido en hiel, unos pies descalzos machacados por las piedras del camino. Sé que solo yo soy culpable: mío el niño al que ahora abrazo, el corazón que vuelve a chapotear en su zumo con miel, los pies que vuelven a caminar amorosos y decididos.

Gente de todo tipo y condición puebla la tierra; fue mi inconsciencia, el miedo que siempre es cobarde y el amor que cree crecer al desbordarse quienes me convirtieron en hierro para resistir los golpes, hasta que al fin en la piedra mortuoria de la fragua el martillo logró partirme en dos.

Ahora pío una felicidad pequeña y plácida, y juego con plastilina, maleable y de colores. Un día aullaré como lobo, y entonces las montañas me abrirán sus entrañas y compartiré con los elegidos el brillo eterno de los diamantes en bruto.

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