martes, 19 de junio de 2012

En el pantano


El olvido. Los ojos que a veces eran azules.

El miedo. El brillo de color navaja.  La luna llorando plata. Los ríos de negra noche en los que no se puede beber.

El agua. Una barca sobre el lago en sangre al atardecer. La isla abandonada se mece en calma.


Un sueño. Me tiro al suelo. Me muero en medio de la acera. Alredor mi familia, que no se lamenta. Solo quieren doblarme brazos y piernas para transportarme mejor. Mi padre se afana con un hierro terminado en pincho. Me hacen daño, me lastiman los miembros. Abro los ojos y, tumbada, vomito un charco.

Ya no puedo estar más muerta.


Ahora soy una niña subnormal. Hermanas y primas me pinchan y golpean. Alguien intenta arrojarme al fuego. En la mesa del salón me tiran las sobras como si fuera un perro.

Viene de visita el hijo de un viejo amigo de la familia. Ha crecido, y parece educado y apuesto. ¿Y esa niña, cómo la tenéis así? Yo la aprecio mucho (y me llama por mi nombre). Recuerdo que jugábamos, y hablábamos, y a veces nos besábamos, cuenta. Besos de niños.

Esta vez me montan en el coche. El chico joven se sienta a mi lado y se encarga de mí. Yo tímidamente voy perdiendo algo del miedo, la idea de mí asociada al desprecio y las humillaciones. Me convierto en una niña de coletas rosa que sabe sonreír, y mira un poquito el mundo desde la ventanilla, porque puede que también haya un trozo para ella. La niña da abrazos ignorantes y pringosos a los que hace tan solo un rato la insultaban y se mofaban de ella.

Después esos mismos insisten al joven apuesto para que se una a ellos. Y el chico se va, y la niña se queda de nuevo sin ojos para mirar, sin boca para sonreír, y es de nuevo la estrechez interior y la cárcel del mundo. El joven ríe con grandes carcajadas mientras se vanagloria de ser como todos.


En la escena siguiente, la niña se vuelve un joven con síndrome de down. Un chico que parece un viejo, pues su vida tiene fecha de caducidad; un veinteañero que se comporta como un muchacho procaz. Toca las tetas a las chicas, y estas lo disculpan y le regañan comprensivas.

Un juego de pelota. Al muchacho no le pasan la bola, pero él se cree parte del grupo y espera excitado.

Desde la omnisciencia del interior del sueño, el chico deficiente a veces parece no serlo. 

(Como la niña muerta que no puede morir del todo a pesar de dejarse caer al suelo, sin amor vencida.)

(Como la pequeña subnormal que sigue teniendo boca para sonreír y ojos para mirar, aunque los golpes la callen y los desprecios la cieguen.)

Sin embargo el joven con síndrome de down cada vez lanza comentarios rijosos con mayor facilidad. Le va resultando más natural acercarse a aquellos que le prestan atención conmiserativa por unos segundos para después deshacerse abruptamente de su compañía pegajosa y cargante como de un caramelo deshecho por el sol.



La niña muerta, la niña subnormal, el muchacho deficiente acaban por ser lo que no fueron en principio. Lo que nunca debieron llegar a ser.

Es el efecto de la falta de amor, que nos convierte en asesinos de nosotros mismos, nos obliga a empuñar la navaja de luna y a clavárnosla en los ojos creyendo defendernos. 

La mueca en la cara acaba por reflejarse en el espejo como nuestro auténtico rostro.



El recuerdo. La verdad con sabor a cobre que procede  de la irrealidad, que asciende desde la negrura del pantano. 
Bajo la arcilla excavada, el agua sepulta la explicación última, la razón primera, tras lápidas de colores cambiantes al atardecer.

En el pantano desecado a la fuerza aparecen torres de iglesia, y luego casas de tejados más bajos, y bancos, y losas, y piedras. Alguien paseó por aquí alguna vez, trabajó los campos, se sentó a descansar, enterró a sus muertos.

Todos se ahogaron en el agua lanzada con cubos de gigantes, y ahora el alma sin propósito de vivos y muertos vuelve a tierra como los restos inservibles de un naufragio.

Rebrota el recuerdo en el mismo momento en que se empieza a olvidar. Como resurgen las torres del campanario en el pantano, se asoman las caricias de verano, las lenguas dulces, los ojos fijos que entonces siempre eran azules.

En la tierra quebradiza y arcillosa se leen en sucesión ordenada las historias con que el nivel descendente de las aguas marcó las piedras de la orilla. La verdad originaria cada vez más entregada al fondo; el principio de la historia convertido en su fin.


La barca. El agua recobrada, la vida ganada, la isla abandonada. 
Las suaves olas mezclan promesas frustradas, miedos agazapados, rabia lacerante como una herida pequeña mojada en sal. 
En el lento vaivén, frente a las luces del atardecer, se destila el presente.

Desde mi barca, una vez rodeado el islote solitario aún visible en el centro del pantano, me dejo llevar por las nuevas aguas, llovidas en días de nieve, en épocas de deshielo, en noches de plata, en amaneceres de escarcha, y contemplo el ocaso. La superficie se cubre alternativamente de colores rojos, fucsias y anaranjados que finalmente se amoratan de frío.

Con los remos sobre la barca, las delicadas olas apenas logran acercarme o alejarme de la orilla. Bajo las aguas de colores cambiantes, en el fondo de arcilla, respira como una ballena la historia de la niña subnormal.

Cuando finalmente remo hasta la orilla, las aguas negras han comenzado a alimentar a los monstruos y a devorar los sueños. He de volver pronto para rescatar a la niña y traerla conmigo.






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