miércoles, 9 de diciembre de 2009

Velador de café


Así estaba yo esta tarde, en un bar bastante parecido, con mesas de mármol, tan de mármol y forja de hierro, tan de café antiguo, con su silla negra y todo, que no estaba yo sentada a una mesa, sino con mi taza de café con leche y mi libro perfectamente dispuestos sobre la mesa convertida ya y para siempre en fantástico velador.

Es curioso, estoy terminando un libro de relatos de Alfredo Bryce Echenique (que me ha decepcionado, no puede haber nada a la altura de No me esperen en abril, y tú lo sabes bien, ¿verdad?), y la frase anterior está en estilo Echenique total.

Sí, dijiste que yo no me movía según soplara el viento, sino más bien dependiendo del libro que leyera en esa altura. Me rebelo contra eso, contra el sentido despectivo del comentario que me acusa de volubilidad, aunque en el fondo ("y como siempre", estarás añadiendo tú) seguramente tengas razón. Y sin embargo visto desde mi perspectiva no tiene por qué ser algo negativo: que me afecten los libros no convierte necesariamente mi personalidad en débil y cambiante, sino que la ensancha y la enriquece, cada libro revelando una parte oculta de mí, haciéndome partícipe de las miserias y heroicidades de cada uno de los seres llamados reales, y que a veces parecen encontrarse a años luz, mucho más lejanos que cualquier personaje de libro. Cada lectura un prisma, y la realidad cambiando de color continuamente.

Cada autor descubre mis límites y expande mis potencialidades. Porque te he dicho mil veces que los escritores dicen la verdad más que nadie, pues son los únicos que se han parado a pensar, para poder decir lo que saben, y descubrir lo que no saben. Y descubrírnoslo a los que después nos adueñamos de sus libros.

Así que soy influenciable, y a mucha honra. Ojalá que me lloviera todo el planeta encima, que me regara y alimentara, y yo explotara en mil flores y frutos diferentes, exóticos, sencillos, puros, venenosos, de colores o terrosos, en la exuberancia de la jungla o en la aridez del desierto donde nada parece crecer. Ojalá que pudiera tener acceso a miles de influencias, que me enriquecieran y conformaran, que me desarrollaran y educaran.

Entonces sería yo pero mucho mejor. A la espera del improbable cambio climático, la mediocridad aparece como algo difícil de asumir y aceptar, pero sólo se rebelan contra ella unos pocos, y por eso los llamamos genios. Los demás nos limitamos a tratar de no hacer una montaña de nuestro pequeño grano de realidad. Pero para los mediocres, ay cómo pesa el grano ese dichoso.

Mi mente es mucho más lista que yo, que me creo que puedo dejarme llevar por la inercia y por la fuerza del día a día, cubrirme con la sábana de la pulcritud y el orden, pero viene ella, mi mente, y dice basta por hoy, se acabó, necesitas algo más, otra cosa que no es esta. Y hoy me ha mandado al bar del velador a tomarme un café y a leer un libro de Belén Gopegui, que es combativa y lúcida, racional e incendiaria, y ha sido un oasis de sentimiento, de autenticidad y de ser yo, como era antes, cuando se era joven, y los días pasaban y no había que asirse a ellos, cuando se estaba simplemente agazapada esperando el momento en que saltara el corazón, cuando no había planes, ni futuro, y la sociedad no estaba para que contribuyéramos a ella, sino para ofrecernos un laberinto de callejas donde ser libres y probablemente infelices. Pero eso ya qué importa ahora. Porque nunca seremos infelices de la misma manera.

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