Autorretrato
Voy a cumplir cuarenta años.
Mis padres viven. Me hablo con mis cuatro hermanos.
No tengo hijos. Me gusta contar cuentos a mis sobrinos.
Me casé hace un par de veranos. Mi marido cocina y cuelga cuadros.
Estudié unas oposiciones. Quería cambiar el mundo.
Después el mundo me cambió a mí. Dejé el trabajo.
Tuve un novio. Tardé quince años en darme cuenta de que no me convenía.
Pasé varios meses metida en casa, llorando y tomando pastillas.
A los treinta y cinco años me hice mayor. Ahora convivo con canas y desengaños.
Hablo idiomas. He pasado temporadas en el extranjero.
Me gusta comer, dormir, estar tranquila.
Quisiera vivir en una casa grande en el campo.
No trabajo ni tengo ingresos. Estoy convencida de que esto no es un problema.
Montar en piragua o en bicicleta, nadar y correr me ponen contenta.
Me duele bastantante la espalda. Parece que tengo una hernia.
Voy a los toros. Escucho flamenco o fado.
Me molesta el humo del tabaco y la suciedad de las ciudades.
Seguramente, por historia familiar, me pille un cáncer de pulmón.
No me gustaría morir de pena.
De pequeña quería volar. Lleva toda una vida aceptar que solo vuelan los personajes de ficción. Es por eso que a veces vivo de mentira, para crear una realidad a mi medida.
Soy sensible. Me gusta cuando me califican de inteligente.
Me cuesta concebir la existencia del mal, aun siendo consciente de sus efectos.
Creo en Dios. Su existencia me resulta irrelevante.
Me dan asco los viejos en las residencias. Me dan pena los niños en las guarderías.
Si todo el mundo dice blanco, yo negro. Me indigno con frecuencia.
Defiendo con facilidad los derechos de los demás. A mí, en cambio, resulta fácil atropellarme.
Mi padre tiene alma de niño. Esa inocencia inmaculada es lo que más admiro.
En los espejos soy como un fantasma que no reconoce su reflejo.
Cumplo cuarenta en diciembre. Quizá basta ser para la felicidad.
Me llamo Lucía. Una vez limpiando la piscina lancé tantas veces mi nombre al agua y a la luz clara que dejé de saber si me pertenecía.
Mis padres viven. Me hablo con mis cuatro hermanos.
No tengo hijos. Me gusta contar cuentos a mis sobrinos.
Me casé hace un par de veranos. Mi marido cocina y cuelga cuadros.
Estudié unas oposiciones. Quería cambiar el mundo.
Después el mundo me cambió a mí. Dejé el trabajo.
Tuve un novio. Tardé quince años en darme cuenta de que no me convenía.
Pasé varios meses metida en casa, llorando y tomando pastillas.
A los treinta y cinco años me hice mayor. Ahora convivo con canas y desengaños.
Hablo idiomas. He pasado temporadas en el extranjero.
Me gusta comer, dormir, estar tranquila.
Quisiera vivir en una casa grande en el campo.
No trabajo ni tengo ingresos. Estoy convencida de que esto no es un problema.
Montar en piragua o en bicicleta, nadar y correr me ponen contenta.
Me duele bastantante la espalda. Parece que tengo una hernia.
Voy a los toros. Escucho flamenco o fado.
Me molesta el humo del tabaco y la suciedad de las ciudades.
Seguramente, por historia familiar, me pille un cáncer de pulmón.
No me gustaría morir de pena.
De pequeña quería volar. Lleva toda una vida aceptar que solo vuelan los personajes de ficción. Es por eso que a veces vivo de mentira, para crear una realidad a mi medida.
Soy sensible. Me gusta cuando me califican de inteligente.
Me cuesta concebir la existencia del mal, aun siendo consciente de sus efectos.
Creo en Dios. Su existencia me resulta irrelevante.
Me dan asco los viejos en las residencias. Me dan pena los niños en las guarderías.
Si todo el mundo dice blanco, yo negro. Me indigno con frecuencia.
Defiendo con facilidad los derechos de los demás. A mí, en cambio, resulta fácil atropellarme.
Mi padre tiene alma de niño. Esa inocencia inmaculada es lo que más admiro.
En los espejos soy como un fantasma que no reconoce su reflejo.
Cumplo cuarenta en diciembre. Quizá basta ser para la felicidad.
Me llamo Lucía. Una vez limpiando la piscina lancé tantas veces mi nombre al agua y a la luz clara que dejé de saber si me pertenecía.
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