Brutal. Deslumbrante y brutal. En un rato, y de una sentada, he leído el pequeño libro de Eleana Poniatowska Querido Diego, te abraza Quiela. Leer como salir a la calle y empaparse, repentina, inesperadamente, a causa del aguacero. Volver a casa, entre el cielo irreal aún cubierto de gris y la luz nueva, redonda y profundamente amarilla que revela la improbable imagen encerrada en la gota de lluvia.
Feliz, feliz, feliz mientras leo el libro. A punto de no creerlo. Como un paleontólogo que va descubriendo en la piedra signos ocultos que de pronto comienzan a cobrar sentido, y continúa sin respiro, la esperanza suspendida, anhelando comprobar si el mensaje acaba por tornarse sublime como la faena excepcional que un torero logra rematar con la espada.
Al final, lágrimas en arrebato y la revelación de la pureza. El aguacero y la luz clara entre la tormenta morada.
Es terrible el amor de Angelina, la Quiela que firma en una de las cartas que conforman el libro, dirigidas a Diego y nunca contestadas: "Pero soy tu pájaro al fin y al cabo y he anidado para siempre entre tus manos". Conmovedor el para siempre, dirigido desde el frío y la miseria del París de la primera guerra mundial a un hombre que volvió a la fuerza oscura y al sol primigenio de México, su país, dejando atrás a su esposa de más de una década.
Una esposa a la que enviaría remesas de dinero, pero nunca la confirmación del desamor que ésta imploraba. Su blanca esposa rusa que ya para siempre se ha apartado de los suyos y ama al México jamás visitado como la tierra a la que su familia permanece.
Una esposa a la que enviaría remesas de dinero, pero nunca la confirmación del desamor que ésta imploraba. Su blanca esposa rusa que ya para siempre se ha apartado de los suyos y ama al México jamás visitado como la tierra a la que su familia permanece.
Ella va adivinando cuáles son las palabras que nunca va a recibir, pero no puede borrar las que ya se habían escrito indeleblemente durante su vida en común: "Creí firmemente que te alcanzaría después, que estos diez años de vida en común no habían sido en vano, después de todo fui tu esposa y estoy segura de que me amaste". Y como consecuencia de lo que ya no se puede borrar y de lo que jamás ahora podrá escribirse, Angelina, la pintora y primera esposa de Diego Rivera, se va sintiendo ella misma borrosa.
Porque Quiela ha sido una pintora dedicada, precoz y de aclamado talento que antepuso la necesidad arrolladora de pintar de su marido a su propia obra y que ahora, sola sin Diego, se siente infinitamente frágil en su oficio. Manda por correo al pintor a su dirección de México bocetos y grabados para que éste le dé una opinión o un consejo.
Retrato de Angelina Beloff por Diego Rivera (1909)
Ya sabemos que Quiela jamás recibirá respuesta. En las primeras cartas comparte sus anhelos y esperanzas, aunque adivinamos desde el principio que serán en vano: "Seguí adelante, todos los días sigo adelante, salgo de la cama y pienso que cada paso que doy me acerca a ti, que pronto pasarán los meses ¡ay cuántos! de tu instalación, que dentro de poco enviarás por mí para que esté siempre a tu lado".
En la última carta, Quiela asume ya de forma explícita la inutilidad de las palabras y las líneas que con persistencia de ciega ha ido trazando en sus misivas: "Parece haber transcurrido una eternidad desde que te escribí y sé de ti, Diego. No había querido escribirte porque me resulta difícil callar ciertas cosas que albergo en mi corazón y de las cuales sé a ciencia cierta que es inútil hablar".
Sin embargo, a pesar de reconocer la ruptura de los lazos que parecían unirla para siempre a Diego, termina la última carta con la petición fatal y conmovedora, exánime e imperiosa, de que Diego la reconozca en lo que ella tiene de más auténtico: "¿Qué opinas de mis grabados?".
Quizá lo terrible y conmovedor de esta historia de amor tan desbordante como el cuerpo inmenso y corpulento de Diego Rivera, que todo y a todos parecía ocupar, radica en la falta de respuesta, la ausencia de palabras para explicar lo que no necesita explicación, la ratería de una confirmación de lo que sin embargo las palabras nunca podrán aclarar.
Quiela dispone tan solo de sus palabras, con las que va pintando un cuadro que, como ella misma, se va borrando al tiempo que va adquiriendo su forma definitiva. Porque Quiela continuará adelante aferrada a su pintura, su talento, su oficio y su vocación, y al recuerdo del hijo muerto que nunca hubiera podido sobrevivir a la relación desigual de sus padres, pero ha perdido ya la promesa de sí misma, que solo se revelaba en Diego: "Si no vuelves, si no me mandas llamar, no solo te pierdo a ti, sino a mí misma, a todo lo que pude ser".
Es conmovedora la pureza del amor de Quiela, su fe aun en medio de la lucidez de su inteligencia, la generosidad que jamás le sisa a Diego; es brutal la dependencia con la que la fuerza de su amor devasta a Angelina; es deslumbrante el estilo de Elena Poniatowska.
Aun sabiendo que es inútil, Angelina pide una y otra vez respuesta a Diego. ¿Quién no se revelaría contra la certeza inexorable de que el paso del tiempo convertirá a los amantes en dos extraños?: "La cosa es que no me escribes, que me escribirás cada vez menos si dejamos correr el tiempo y al cabo de unos cuantos años llegaremos a vernos como extraños si es que llegamos a vernos".
Al final del libro se explica que la pintora llegó a coincidir en México, donde ella también acabó (quizá inevitablemente) viviendo, con el famoso Diego Rivera, sin que éste llegara a reconocerla... Explica la wikipedia que Angelina Beloff continuó trabajando, fiel a su vocación y a su deseo de independencia económica, pero sus obras han permanecido relegadas a un segundo plano, olvidadas ante la popularidad de un marido al que el pueblo idolatraba como ella lo hizo.
Quizá su obra se ha borrado ante la fama de su marido como la propia vida de Quiela se volvió borrosa ante el silencio de Diego Rivera. Quizá Quiela malogró lo mejor de ella en el esfuerzo de comprender que Diego se pertenecía solo a sí mismo. Puede que en toda historia de amor la batalla entre la fe y la clarividencia esté abocada al fracaso y que todos acabemos por desdibujarnos en el mismo cuadro que nuestras palabras incapaces se empeñan en trazar.
Trazo a trazo, queremos dar forma con el pincel a lo que ya no existe: "Debería quizá comprender por ello que ya no me amas, pero no puedo aceptarlo. De vez en cuando, como hoy, tengo un presentimiento pero trato de borrarlo a toda costa".
Para cuando damos por concluido el cuadro, todo lo que encontramos es un lienzo en blanco.
Para cuando damos por concluido el cuadro, todo lo que encontramos es un lienzo en blanco.
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