Es estupendo cuando una etapa va llegando a su fin y todo tu cuerpo y tu mente se va adaptando a la idea de terminar un proyecto. Por suerte o por desgracia, quedan muy pocos días para irme de aquí, y mi ser no está por la labor de ponerse a hacer maletas y desmontar el chiringuito.
Quizá porque quiero que agosto no sea más que un paréntesis. Quiero volver, y empezar de nuevo, pero desde aquí, desde lo conocido, desde los rincones de mi casa decorada con cariño, desde los lugares en la sierra descubiertos vagabundeando sin rumbo, desde la gente que se sitúa en el valle como los figurantes en un decorado.
Todavía tengo mucho que hacer, que sentir, que vivir, que descubrir en este refugio entre montañas. Sigue habiendo lugares a los que volver, personas a las que seguir aprendiendo a querer.
Y me cuesta estos días separarme de mi casa, moverme, reconciliarme con la idea de meter el verano en un par (o tres...) de maletas.
Aquí soy feliz, aunque sé que estaría feliz en cualquier parte, e incluso incluso más, al enfrentarme a nuevos decorados y nuevas experiencias. Pero tengo en esta casa una felicidad tranquila, segura, hecha de repeticiones y rituales cotidianos, una felicidad doméstica cotidiana en la que no me canso de reflejarme.
En este momento no necesito emociones fuertes (ni creo que me vendrían bien, qué perra mis hermanos con casarse todos cuando tanta emoción me deja rota, jeje) ni lugares exóticos. Cuando hace unos meses las pequeñas cosas de cada día se convirtieron en montañas para mí, ahora poder hacerlas y sobre todo disfrutarlas (vivirlas sin que me causen dolor ya es un logro) se convierte en un asombro renovado cada día.
No me canso de desayunar cada día madalenas en la terraza (me gusta escribir "madalenas"), de colocar los cojines del viejo sillón que se empeñan en deslizarse sobre el asiento, de apilar los vasos en el escurreplatos de metal, de regar las plantas, de sentarme bajo la higuera, de encender las luces de colores a la noche, de trabajar con mis pinturas, de moverme de un sitio a otro de la casa buscando el fresco siguiendo la evolución del día. De ver mis libros apilados en la estantería, de mi bolígrafo de pájaros, de las fotos con el ipad, de mis lecturas, de mis proyectos.
Y todo ello en mi casa-barco, que se desliza suave por el mar de la calma y de la imaginación, del presente de tranquilidad y del futuro de entusiasmo, del amor y de la seguridad.
Sé que tengo lejos a mi familia, y lejos a mis amigos. Pero confío en no hacer daño a nadie, y pronto poder estar todos juntos, construyendo juntos la cotidianiedad de agosto, el entramado del verano alrededor del campo y del pueblo. También entonces resarciré a mi padre, que quizá no entiende mi exilio por mares lejanos. Ahora mi corazón es una cáscara de nuez que se deja llevar sin propósito ni intención por aguas calmas, calentorras y poco profundas, donde las olas ni siquiera chocan contra la orilla.
Llegará el tiempo de propósitos, de asunción de obligaciones, de entusiasmos y esfuerzos, de ratos compartidos, de vivencias creadas, de recuerdos pintados. Nos sentaremos en los sillones-mecedora a contemplar la luna llena, nos tiraremos a la piscina, bailaremos bajo las estrellas, comeremos panceta en el río, haremos excursiones con tortilla de patata. Cenaremos todos juntos, tomaremos una copa, recordaremoso anécdotas, nos reíremos de la misma manera, exactamente con la misma risa, que nos hemos reído mil veces. Nos querremos porque estamos juntos, y querremos estar juntos para seguir queriéndonos y dando sentido a agosto un verano más.
Pasearé por la charca bajo el mismo cielo, sintiendo el calor del asfalto como tú me lo contaste, oyendo un radiocassete lejano, y sabré que la vida es en cada momento exactamente como tiene que ser. Y que por ello todo está en orden, todo está bien. Chocarán contra mi orilla las olas del rencor, pero les pondré nombre, el nombre de la inseguridad de unos ojos árabes y del miedo de unos labios blandos como dátiles, y seguiré comprendiendo, y seguiré asumiendo.
A veces cerraré los ojos para no ver, y otras los abriré para seguir comprendiendo. He soñado que me llevabas de la mano, y yo apretaba fuerte los ojos, porque sabía que cuando los abriera volverías a perderte para siempre.
Escribo porque se acerca el final de julio, y voy a meter agosto en una maleta grande, y voy a viajar hasta vosotros.