Festival sin picadores. Plaza portátil. Carretera secundaria flanqueada por pueblos semi-abandonados. Casas ásperas y pardas como terrones de la tierra. Atardeceres infinitos en el vacío de la meseta palentina.
Una incursión rápida al baño del bar. Azucarillos y servilletas alfombran el suelo. Los hombres beben coñac y piden puros para los toros. Los más jóvenes hacen acopio de litros, minis o cachis, que yo ya no sé cómo se llaman.
Desfilan las peñas con sus camisetas de colores neón por caminos sin asfaltar hasta la plaza de toros instalada en las afueras. Los padres agarran de la mano con fuerza a niñas con coletas. Como armas de este ejército, neveras portátiles, bocadillos, bebida. Y alegría, mucha alegría.
¿Cómo bajarse del coche, abrir los ojos ante este espectáculo, y no llenarse el hueco de la razón de tópicos y desdén por un presente que recula atrapado en el tiempo?
Pues no queda otra si quieres bajar del pedestal de la superioridad moral, si quieres conocer la realidad que se esconde bajo la fácil superficie de los tópicos, que sumarte al desfile y disfrutar del espectáculo. En dos horas saldrás del centro del huracán, de ese vórtice donde todo permanece inmóvil y a salvo. Pero hasta entonces habrás descendido hasta el fondo del mar y habitado la Atlándida.
Habrás compartido la alegría, abandonado los prejuicios, y comprendido por qué el espectáculo de los toros es imperecedero: porque las semillas las arrastra el aire limpio y arraigan en los campos amarillos. Porque los padres agarran con fuerza la mano de los hijos. Porque no se conocen los prejuicios. Porque se dan toros en los pueblos. Porque debajo de los tópicos vive gente real. Porque los toros son alegría, y porque son verdad.
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