lunes, 15 de octubre de 2018

Crónicas impresionistas. Zaragoza, día del Pilar.

CRÓNICAS IMPRESIONISTAS. Zaragoza, 12 de octubre de 2018. Toros de Puerto de San Lorenzo para Enrique Ponce, Diego Urdiales y Miguel Ángel Perera.

El 12 de octubre, me hago en Zaragoza una foto en la fuente que rinde homenaje a la Hispanidad. El día del Pilar asisto atónita al desfile incansable de aragoneses que acuden con su traje regional a honrar a su Virgen con un ramo de flores. Después voy a los toros, y aplaudo el himno nacional.

Los baturros ofrendan flores a la Pilarica; Diego Urdiales ofrece su muslo al toro.

El ruedo del Coso de la Misericordia es del color de los membrillos y redondo como el sol de octubre.

Los focos juegan en el vestido del torero como el sol en el mar, arrancando destellos de oro. El traje de luces pone estrellas en el cielo de arena.

A veces me sorprendo con los pelos de punta en un pase indiferente, como si detrás de la muleta se traslucieran presencias del otro mundo.

El hierro del Puerto es redondo, pleno, cerrado. Me gustaría que así fuéramos en mi familia, que hubiera un nosotros viviendo en el círculo infinito.

Perera pierde la zapatilla, y yo el boli. El se agacha a ajustarse la manoletina y yo a recoger mi bolígrafo.

El público brama y yo, que no estaba mirando, no sé si son gritos de admiración o de reproche. Así de volubles somos en las corridas de toros.

Perera ha ejecutado el truco más difícil del mago: ha hecho desaparecer los reproches del público. Por un momento parece que también toro y torero van a desaparecer bajo un doble fondo del ruedo.

Como un mago, saca Ponce del sombrero de arena pases blancos que escapan revoloteando. Mucho después de que hayan volado las palomas, en el ruedo vacío se sigue oyendo el eco de su aleteo.

Nada por aquí, nada por allá. No hay truco, señores. Esto es el toreo, el arte de la verdad.

“Los abanicos se abren como capotes”, dice el niño de la fila de atrás. Yo me vuelvo a mirarle pero parece que a nadie más le deslumbran las metáforas del niño poeta.

Ha toreado Ponce. Una lección de magisterio que tendrán que aprender las generaciones presentes y futuras. Los manuales para futuros toreros tendrán que incluir un capitulo sobre la faena de Ponce al manso Garavitillo.

La gente protestaba con palmas de tango. Ponce los miraba con la capacidad infantil intacta de asombrarse de la ignorancia, de que los demás no vean lo que es diáfano. Con el mismo asombro había interpelado a la banda que no se arrancaba a tocar el himno de España en el día de la Hispanidad. Ponce ordenó tocar a la banda y nos manda callar ahora al público ignorante. ¿No comprendéis que un toro manso no es razón para protestar? ¿No sabéis reconocer la calidad del toro? ¿Acaso es que no podéis verlo, ciegos en los confines del ruedo, excluidos del círculo de magia? Después Ponce torea, y vemos un toro, y el público asiste en pie al milagro, incrédulo, con la fe del que necesita meter los dedos en la herida para notar la afluencia de la sangre, los latidos del dolor. Ponce torea y la carne palpitante se cierra en torno al dedo, lo apresa, lo absorbe. Hay una sola carne, la de un espectador de diez mil cabezas y diez mil corazones con el puño entero taponando la llaga. Más tarde, el presidente negará el premio de las orejas del toro. La gente lo increpa, exaltada. Ponce saluda desde el centro del ruedo, sereno: sabe de la tristeza del ignorante, y lo compadece.

Pero algunos hemos visto, si. Hemos visto y hemos creído. Hoy el Verbo se hizo toreo.

Me gustaría ser como Ponce con mis alumnos. Mirarlos, y cuadrarlos con la mirada, sin necesidad de recurrir a trucos o engaños. Me gustaría tener su facilidad, su magisterio, poder bailar en medio de la faena. Quisiera tener su capacidad de ver el conjunto, y después, con la misma serenidad, desmenuzar el todo en cada parte para darle a cada uno la lidia que necesita, minimizando sus defectos y sacando a la luz su potencial, y que de pronto todo el mundo vea que allí hay un toro bueno, desplegando sus facultades. Me gustaría ser con mis alumnos como Ponce con los toros para saber ver y poder llevar a los demás a la calma, conminarlos a saber esperar porque no hay duda de que llegará el momento en que el magisterio se convierta en arte y nosotros estaremos allí para aplaudir las cualidades de la bestia.

Desde la cubierta de la plaza, Dora la exploradora respira toda la emoción de la tarde. Agradece a la niña que perdió el globo su posición privilegiada. Ahora sabe que la habían engañado con su mundo de dibujos animados.

Javier Ambel ha puesto un par de banderillas que ovaciona el público en pie. Yo no lo he visto pero me uno al aplauso como el que va a comulgar a pesar de haber llegado tarde a misa.

“De nuevo el presidente va en contra del espectáculo”, leo en la prensa.

Si vienes a los toros una tarde como esta de Zaragoza y me dices que no has visto, que no has sentido, entonces, no lo dudes, es que estás muerto.

Lechucito, tu embestida para el tiempo.

Remata la tanda el torero, y culmina el pasodoble. A veces sí pueden llegar los dos al mismo tiempo.

Lechucito, recordaré la despaciosidad de tu embestida.

“Y para ser presidente, ¿qué hay que ser?”, clama la chica de delante, “¿gilipollas?”.

Le pido la oreja a Perera, a pesar de que yo he visto solo un toro (como cuando en una película solo ves al actor haciendo de si mismo, sin llegar nunca a creerte al personaje que interpreta), a pesar de la mala ejecución de la estocada. Pero veo que mi padre, en la lejanía del tendido, pide la oreja, y para mí eso es bastante.

“Se te ha ido”, le gritan a la estocada de Perera.

Que valga igual la oreja de Perera que la de Ponce, exclama Carlos. Se lamenta de que se hayan perdido tantas orejas.

Pero a mí me basta mi corazón lleno para saber que la tarde ha sido redonda.

Imperfecta y emocionante como la vida que se atreve a vivirse.



Ilustración: CSB

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