viernes, 28 de diciembre de 2012

El librero Vollard

Me hubiera gustado leer El librero Vollard en un club de lectura. Comentar las impresiones de lo leído en voz alta, compartir puntos de vista, tirar del hilo de la aportación de un compañero y adentrarse en el propio bosque de significados personales y reverberaciones únicas. Solo así se pone para mí el verdadero punto final al libro: construyendo significados después de haber leído. Y hablar del libro y de lo que nos sugiere es un buen paso para comenzar la tarea, para levantar un nuevo edificio en la ciudad de los libros que a su vez nos construye a nosotros.

El librero Vollard lee mucho, en todas las situaciones se le puede ver con un libro en la mano. De niño, se aferra a la lectura mientras sus compañeros de colegio abusan de él; de joven, es capaz de concentrarse en la palabra escrita en medio del caos de una manifestación en mayo del 68. Ya adulto, no puede más que estar al frente de una librería. Una librería de viejo, de segunda mano, donde no tiene cabida la vorágine de las novedades ni llegan los reclamos publicitarios. Una librería donde solo se oye el murmullo de todas las palabras verdaderas como se oye el rumor de las olas frente al mar.

El librero Vollard es grueso, es de tamaño desmesurado, y así ha sido desde su infancia. A medida que crecía su cuerpo grotesco aumentaba el acopio de pasajes literarios que Vollard atesora como una maldición. No puede desprenderse de lo que ha leído, las frases, las citas, pasajes enteros inundan su cabeza y le asaltan en cualquier momento. Jamás puede dejar su mente en blanco.

Al comienzo del libro nos encontramos a Vollard rodeado de libros, como no podía ser de otra manera, al volante de su pequeña furgoneta, en la que a duras penas se acomoda su cuerpo sin forma. Le seguimos en su camino hacia la librería, que queda interrumpido al atropellar a la pequeña Eva.

La pobre niña huye del abandono de su madre, que una vez se retrasa indefinidamente a la hora de recogerla a la salida del colegio. Teresa, su madre, conduce cada día su propio coche por carreteras desconocidas en busca del olvido, deseando alcanzar la nada a la que se entrega, y deshacerse en ella.

Eva queda en coma. Su madre apenas pisa por el hospital, y cuando lo hace es incapaz de seguir las recomendaciones de las enfermeras: hablar mucho a la niña. ¿Qué podría decirle? No existe nada en Teresa que pueda ser comunicado; todo lo que le une a su hija es una historia de huida, de negación, de búsqueda del vacío.

De forma que es nuestro librero el que se sienta junto a la cama de la desmadejada Eva y le recita de memoria, sin aparentemente ningún acto de voluntad, las palabras atrapadas en su cerebro.

Y, efectivamente, un día la niña despierta. Despierta, llega a moverse, apenas recobra el gusto por el comer, no profiere una sola palabra. El librero trata de llevarla de paseo, animarla chapoteando en el río, jugando con las flores. Pero la voluntad de Eva no se ha activado, sus actos son mecánicos, sus reacciones exiguas. No puede sino consumirse en el vacío que tanto ansiaba su madre, y finalmente muere.

En una escena determinante, y para mí la mejor contada de la novela, Vollard se encuentra con un grupo de jóvenes que se lanzan llenos de vida al vacío haciendo puénting. Libres y despreocupados, con gestos fáciles y risas naturales, se tiran con la cuerda atada al pie para llenar el vacío con su vida feliz. Regresa manchado de vómito, cubierto en sudor, y con su actitud torpe y fuera de lugar trae el silencio y la gravedad a los muchachos, que le olvidan agradecidos un momento después.

El librero Vollard regresa a la vida que ya sabemos, después de esta escena, que no es vida. Su vida de libros, de visitas al sanatorio, de frases y citas reverberando en su cabeza, de paseos con una niña incapaz de hablar, de reaccionar ante el paisaje, de asirse a la vida que su madre le ha negado desde mucho antes del atropello.

Vollard vive en un mundo de vacío y sin sentido, un mundo radicalmente alejado de la vida a chorro, natural y feliz, representada por los chicos del puénting. Estos chicos desafían despreocupados a la muerte y a la nada, y salen victorios del combate. Vollard solo tiene sus palabras para defenderse, y estas demuestran no ser suficientes.

Los fragmentos de sus libros lograron despertar a la pequeña Eva, pero solo para devolverla a una realidad de ausencia. Embebido en la lectura le acosaban sus compañeros de colegio, quienes la tomaban quizá con aquel a quien sus mismos hábitos extraños- siempre con un libro en la mano- le señalaban como incapaz para la vida activa y un poco brutal de los niños que heredarán el mundo.

Eva refleja en un espejo la infancia solitaria del librero, y a ninguno de los dos consiguen salvar las palabras. Fuera de las palabras existe un mundo al que los libros no dan acceso. A la vida no se llega por los libros: esto es lo que parece demostrar la historia del librero Vollard y su encuentro con la pequeña Eva.

Las palabras que persiguen a Vollard se revelan como una cárcel: no puede escapar a ellas, estallan contínuamente en su cabeza, no dejan lugar para la vida de sol ejercida por los chicos del puente. Al final, buscando acallar las voces de su cabeza, Vollar salta por última vez desde el puente.

Este libro me ha resultado desconcertante: parece un canto a los libros y al poder de las palabras, pero en realidad las palabras- esas palabras que también trataba de reunir en pequeñas frases Teresa, la madre de Eva, en un pequeño cuaderno que recogía todo lo que era- forman un filtro que no deja pasar la luz.

Las palabras o la vida, parece decir el libro. Y a través de las palabras nunca se llega a la vida.

 
¿Es esta la elección? ¿No leemos para tener más vida? ¿Quizá en realidad nos ocultamos en los libros de una realidad pobre y hostil? ¿Leemos por incapacidad para vivir? Cómo me gustaría compartir estas impresiones en un club de lectura, y llegar a través de las visiones compartidas al centro de mi bosque.

domingo, 16 de diciembre de 2012

En las vías del tren

La foto de un tío atrapado en una vía de metro. El vagon de tren a punto de pasarle por encima. El hombre intentando encaramarse al muro. ¿De qué vale una foto como esta? ¿Qué premio pensaba llevarse el fotógrafo?
 
Sin duda, un documento sin igual: la foto recoge la indiferencia de la sociedad. El fotógrafo se limitó a darle al botón de la cámara; el resto de la gente en el andén parece ser que se quedó donde estaba.
 
Habría que saber qué le pasa ahora a esa gente por la cabeza, después de haber presenciado (¿atónita, impasible, paralizada, con miedo?) la muerte de un hombre.
 
Quizá ocurre todo tan rápido que es muy difícil reaccionar. Y, sin embargo, tuvo tiempo el fotógrafo de accionar su cámara.
 
Puede que a diario nos enfrentemos a situaciones parecidas. Menos impactantes, pues por fortuna no todos los días dejamos a morir a un hombre delante de nuestras narices. Pero de alguna manera igualmente letales.
 
¿Qué permitimos que muera cada día? ¿Qué actos de omisión condenan a otros a la soledad y a la desgracia? ¿Qué no somos capaces de ver? ¿Cómo podríamos salvar a otros, y salvarnos a nosotros mismos de la culpa y la vergüenza, y ni siquiera nos damos cuenta?
 
¿Cómo se tiende la mano al que ha caído en las vías, al que ha perdido la seguridad del andén, la protección de las reglas del mundo en orden? ¿Podemos imaginarnos desde nuestra posición tras la línea amarilla la angustia y el aislamiento entre las vías?
 
Creo que situaciones así se multiplican con cada nuevo recorte. Uno tras otro vamos cayendo a las vías, y no hay manos que nos salven.

http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/12/05/actualidad/1354739676_137775.html
 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Últimas noches en La Adrada

El viento en los árboles
hace un ruido mullido,
y parece que la noche
camina sobre una alfombra.

Las palmeras se pasan el cepillo
cien veces sobre la melena.
Yo tengo el pelo largo y rizado.
Lo llevo suelto y casi nunca me peino.

Antes de dormir juegas con mis cabellos libres
como un niño en la playa que rastrilla la arena.