Como estoy en una casa vintage, escribo con papel y boli (aunque aún así esté pensando ahora que luego deberé pasarlo a ordenador). Qué sensación más rara frente al cuaderno; parece que le cuesta abrirse al pensamiento. Como si en el papel los secretos estuvieran más ocultos, en un lugar más recóndito. Como si en la hoja vacía solo se pudieran plasmar cosas verdaderas, revelaciones sencillas e intemporales como el transcurrir de la vida al otro lado del ventanal de mi terraza antigua. Además, en el papel no puedo cortar y pegar o rehacer el texto; las líneas tienen que colocarse en orden marcial como soldados en día de desfile.
Uso papel y boli para decir que escribo en mesa camilla, que desayuno café con porras y también churros, que a veces me engurruño en la manta rosa, que hoy hemos ido a por un brasero eléctrico, que hay que tener cuidado para que no vuelva a salir humo debajo de las faldillas.
Quiero contar que ya no pienso ir hoy a Madrid, a recorrer callejuelas y a toparme con tiendas y cafés modernos que vendan vicariamente el acceso a un tiempo pasado. Voy a seguir aquí, en la mesa camilla, junto al ventanal de la terraza sesentera, y me voy a quedar a este lado del cristal, convirtiéndome en una mujer antigua que utiliza las cortinas como arma de defensa. No hay aquí las presiones del trabajo, ni la alegría de bares y cafés, ni existe la necesidad de ser, de hacer, de definirse o explicarse.
En esta casa de antes, a mi edad ya nadie era joven todavía. En esta vuelta al pasado, ya nada se pide ni se espera de mí, puedo elegir sentarme en este sillón y pararme a contemplar cómo se gasta mi vida, dejar que la cristalera filtre la luz del día, de vez en cuando descansar la vista en la verdura de los árboles.
Me vienen a la mente mis abuelas, las dos, tan distintas y tan hijas ambas de la misma época, pienso en sus casas y en sus vidas. En mi casa de ahora llegan nítidas las sensaciones del pasado, recuerdo el tacto frío de los muebles, los objetos arbitrarios con vocación de perdurar, los colores sobrios de los textiles, las luces cálidas, el olor a tiempo escapándose de la cocina, los ruidos sordos de los pasillos. Y, sobre todo, el eco del tictac de los relojes de pared, latiendo desde el corazón de las viviendas de antes.
Me doy cuenta también de que mis abuelas eran activas y alegres, que sabían caminar al ritmo que marcaba la vida, que entraban y salían, que se entregaban. Quizá encontraban la fuerza y el impulso en el interior de la casa. Yo hoy me voy a quedar un poquito más aquí dentro, oyendo el ruido sordo del tiempo.
Ahora miro mi crisantemo de flores blancas y yemas de amarillo desvaído como huevos poco fritos. (Mi abuela T. hacía los huevos fritos a la plancha, y no se podía mojar pan en la yema). El crisantemo es redondo y contundente, demasiado grande para la nueva maceta rosa. Unas cuantas flores se abren cada día en perfecto orden, respetando minuciosamente el camino esférico marcado por la planta, y mientras siempre quedan flores por abrir.
Mira el crisantemo, porque es vida y es belleza, y sin embargo hay que llevarlo estos días a las tumbas de los muertos. Mi crisantemo se queda en esta casa, porque recoge su espíritu y me recuerda lo que va a ser este año. Quiero un pasado que nunca se va y un presente que se abre, quiero intimidad y abono para mis razones. Quiero seguir un camino esférico, quiero flores que crezcan despacio. Quiero tiempo y calma, invocar al silencio y al vacío hasta que se oiga el eco del tictac de los relojes.
Los crisantemos pueden durar hasta 24 semanas. Entonces, y solo entonces, se cumplirá su ciclo. Aún quedan flores por abrir, y las ya abiertas aparecen lozanas.
Ahora voy a seguir leyendo. Se oye en la cocina el burbujeo de algo que se fríe. Leeré hasta que vengan a avisarme de que la tarta de manzana está lista para comer.