Al pequeño Pepito le encontró el nuevo año
sin motivación ninguna. Se dio cuenta al tomarse la duodécima uva. ¿Y ahora
qué?, pensó. Se bebió la copa de champán que le ofreció su Pepita, pequeña
también, y bailó hasta que terminó la selección de éxitos de todos los tiempos
decretada por el programa televisivo. A la mañana siguiente no tuvo más remedio
que desperezarse entre las sábanas (eso sí, acordándose a partes iguales del
exceso de champán y de pachanga) y admitir que el año nuevo había venido para
quedarse. Con la ayuda del agua de colonia trazó cuidadosamente la raya del
pelo: si había que saludar al año nuevo, él lo haría con su mejor aspecto.
Pepita sonrió complacida y le acercó el desayuno: café con porras, como cada día
de fiesta. Por mucho que comenzara un nuevo año, hay costumbres que nunca deben
perderse. Junto a la bandeja, Pepito colocó cuidadosamente un puñado de
folletos que sacó con la parsimonia y delectación aprendidas en sus años como
funcionario en la administración. Pepita se santiguó, lo que no dejó de
reflejarse en el rictus de Pepito, aunque trató de disimularlo. No estaba
dispuesto a que los recelos mojigatos de su mujer arruinaran sus planes de
triunfo. Pepito había decidido que ese sería su año. ¿Necesita usted
motivación?, rezaba cada uno de los folletos. A continuación, ofrecían con
excelentes descuentos cursos de felicidad, emoción, salud y buenos propósitos.
A Pepito no le estaba resultando nada fácil tomar una decisión: ¿cómo rechazar
la oportunidad que brindaba cada una de las empresas promotoras de éxito y
felicidad? ¿Y si equivocaba una vez más su camino, y este nuevo año volvía a
escapársele entre las manos? Pepito de repente se sintió inusitadamente
motivado, e invadido de confianza y buenos presentimientos por fin eligió.
Ese año el buen
Pepito, para orgullo de su mujer, que finalmente consintió en invertir los
bienes comunes en la prosperidad de su marido, se matriculó en tres cursos. Al
año siguiente, tras tomarse la duodécima uva, Pepito se sintió satisfecho y
ufano. A continuación, se ajustó la corbata bajo el chaleco de cuello de pico y
beso a su mujer en la boca. Fugazmente, eso sí, aunque durante una extensión de
tiempo suficiente para que la pobre Pepita volviera a debatirse entre el sofoco
y el embeleso ante las extravagancias de su desconocido marido.
Definitivamente, he cambiado, se dijo nuestro Pepito. Después brindó con
champán por el nuevo año, este sí, su año, de eso estaba convencido, y no dejó
de bailar, con un ímpetu renovado y fascinante, hasta que no terminó el
especial de Nochevieja televisivo. Al día siguiente, mañana de Año Nuevo, al
abrir los ojos comprobó complacido que seguía cambiado, motivado y feliz. Junto
al café con porras del desayuno, extrajo con estudiada parsimonia y afectada
delectación un reluciente folleto de la carpeta de documentación importante:
“¿Precisa usted de fuerza y propósito para el nuevo año? Curso de motivación y
felicidad por el gran Pepito, experto en cambios de año nuevo”.