CRÓNICAS
IMPRESIONISTAS. Zaragoza, 12 de octubre de 2018. Toros de Puerto de San Lorenzo
para Enrique Ponce, Diego Urdiales y Miguel Ángel Perera.
El 12 de octubre, me
hago en Zaragoza una foto en la fuente que rinde homenaje a la Hispanidad. El
día del Pilar asisto atónita al desfile incansable de aragoneses que acuden con
su traje regional a honrar a su Virgen con un ramo de flores. Después voy a los
toros, y aplaudo el himno nacional.
Los baturros
ofrendan flores a la Pilarica; Diego Urdiales ofrece su muslo al toro.
El ruedo del Coso de
la Misericordia es del color de los membrillos y redondo como el sol de
octubre.
Los focos juegan en
el vestido del torero como el sol en el mar, arrancando destellos de oro. El
traje de luces pone estrellas en el cielo de arena.
A veces me sorprendo
con los pelos de punta en un pase indiferente, como si detrás de la muleta se
traslucieran presencias del otro mundo.
El hierro del Puerto
es redondo, pleno, cerrado. Me gustaría que así fuéramos en mi familia, que
hubiera un nosotros viviendo en el círculo infinito.
Perera pierde la
zapatilla, y yo el boli. El se agacha a ajustarse la manoletina y yo a recoger
mi bolígrafo.
El público brama y
yo, que no estaba mirando, no sé si son gritos de admiración o de reproche. Así
de volubles somos en las corridas de toros.
Perera ha ejecutado
el truco más difícil del mago: ha hecho desaparecer los reproches del público.
Por un momento parece que también toro y torero van a desaparecer bajo un doble
fondo del ruedo.
Como un mago, saca
Ponce del sombrero de arena pases blancos que escapan revoloteando. Mucho
después de que hayan volado las palomas, en el ruedo vacío se sigue oyendo el
eco de su aleteo.
Nada por aquí, nada
por allá. No hay truco, señores. Esto es el toreo, el arte de la verdad.
“Los abanicos se
abren como capotes”, dice el niño de la fila de atrás. Yo me vuelvo a mirarle
pero parece que a nadie más le deslumbran las metáforas del niño poeta.
Ha toreado Ponce.
Una lección de magisterio que tendrán que aprender las generaciones presentes y
futuras. Los manuales para futuros toreros tendrán que incluir un capitulo
sobre la faena de Ponce al manso Garavitillo.
La gente protestaba
con palmas de tango. Ponce los miraba con la capacidad infantil intacta de
asombrarse de la ignorancia, de que los demás no vean lo que es diáfano. Con el
mismo asombro había interpelado a la banda que no se arrancaba a tocar el himno
de España en el día de la Hispanidad. Ponce ordenó tocar a la banda y nos manda
callar ahora al público ignorante. ¿No comprendéis que un toro manso no es razón
para protestar? ¿No sabéis reconocer la calidad del toro? ¿Acaso es que no podéis
verlo, ciegos en los confines del ruedo, excluidos del círculo de magia? Después
Ponce torea, y vemos un toro, y el público asiste en pie al milagro, incrédulo,
con la fe del que necesita meter los dedos en la herida para notar la afluencia
de la sangre, los latidos del dolor. Ponce torea y la carne palpitante se
cierra en torno al dedo, lo apresa, lo absorbe. Hay una sola carne, la de un
espectador de diez mil cabezas y diez mil corazones con el puño entero
taponando la llaga. Más tarde, el presidente negará el premio de las orejas del
toro. La gente lo increpa, exaltada. Ponce saluda desde el centro del ruedo,
sereno: sabe de la tristeza del ignorante, y lo compadece.
Pero algunos hemos
visto, si. Hemos visto y hemos creído. Hoy el Verbo se hizo toreo.
Me gustaría ser como
Ponce con mis alumnos. Mirarlos, y cuadrarlos con la mirada, sin necesidad de
recurrir a trucos o engaños. Me gustaría tener su facilidad, su magisterio,
poder bailar en medio de la faena. Quisiera tener su capacidad de ver el
conjunto, y después, con la misma serenidad, desmenuzar el todo en cada parte
para darle a cada uno la lidia que necesita, minimizando sus defectos y sacando
a la luz su potencial, y que de pronto todo el mundo vea que allí hay un toro
bueno, desplegando sus facultades. Me gustaría ser con mis alumnos como Ponce
con los toros para saber ver y poder llevar a los demás a la calma, conminarlos
a saber esperar porque no hay duda de que llegará el momento en que el
magisterio se convierta en arte y nosotros estaremos allí para aplaudir las
cualidades de la bestia.
Desde la cubierta de
la plaza, Dora la exploradora respira toda la emoción de la tarde. Agradece a
la niña que perdió el globo su posición privilegiada. Ahora sabe que la habían engañado
con su mundo de dibujos animados.
Javier Ambel ha
puesto un par de banderillas que ovaciona el público en pie. Yo no lo he visto
pero me uno al aplauso como el que va a comulgar a pesar de haber llegado tarde
a misa.
“De nuevo el
presidente va en contra del espectáculo”, leo en la prensa.
Si vienes a los
toros una tarde como esta de Zaragoza y me dices que no has visto, que no has
sentido, entonces, no lo dudes, es que estás muerto.
Lechucito, tu
embestida para el tiempo.
Remata la tanda el
torero, y culmina el pasodoble. A veces sí pueden llegar los dos al mismo
tiempo.
Lechucito, recordaré
la despaciosidad de tu embestida.
“Y para ser
presidente, ¿qué hay que ser?”, clama la chica de delante, “¿gilipollas?”.
Le pido la oreja a
Perera, a pesar de que yo he visto solo un toro (como cuando en una película
solo ves al actor haciendo de si mismo, sin llegar nunca a creerte al personaje
que interpreta), a pesar de la mala ejecución de la estocada. Pero veo que mi
padre, en la lejanía del tendido, pide la oreja, y para mí eso es bastante.
“Se te ha ido”, le
gritan a la estocada de Perera.
Que valga igual la
oreja de Perera que la de Ponce, exclama Carlos. Se lamenta de que se hayan
perdido tantas orejas.
Pero a mí me basta
mi corazón lleno para saber que la tarde ha sido redonda.
Imperfecta y
emocionante como la vida que se atreve a vivirse.
Ilustración: CSB